El itinerario que habría de culminar en la Constitución de 1978 requería de un mismo y único discurso político de base, anterior a cualquier divergencia ideológica y sostenido por todos los partidos con aspiración de gobierno. Este requisito habría de ser acatado sin reservas o conllevaría un conjunto de desventajas insuperables dentro del juego electoral. De lo contrario, el partido díscolo nunca obtendría el reconocimiento a su legitimidad democrática y quedaría sin acceso a la financiación, la cobertura informativa y a otra serie de prebendas más discretas sin las cuales se torna imposible afrontar la inmensidad que supone una campaña electoral eficiente.
Este discurso común de base declaraba la ruptura radical con el franquismo que, en adelante, se declararía causa eficiente no sólo de los males que por aquel entonces aquejaban al país sino de los que lo continuarían lastrando en el futuro. La pretensión de este antifranquismo de validez universal debe entenderse como un núcleo de ideas-fuerza capaz de remover la voluntad colectiva y de fijar los límites que el juego partidista de izquierdas y de derechas no podía llegar a rebasar. En otras palabras, el imaginario antifranquista se verá hipostasiado a la categoría de “alma política de la nueva España democrática”.