En el terreno de los hechos, la Falange y el Nacional-sindicalismo han demostrado no ser categorías consustanciales ni inseparables. Así, se da la persistencia de un sentimentalismo falangista sin vínculos directos con la filosofía política y económica que inspira el Nacional-sindicalismo. Y tampoco rechina ya la posibilidad de un Nacional-sindicalismo desapegado por completo de las formas del falangismo arcaico.

El concepto de autenticidad falangista nace en este contexto polémico, precisamente, pues reivindica el vínculo indisoluble entre el continente (que es la Falange) y el contenido (la filosofía política y económica del Nacional-sindicalismo). En consecuencia, una auténtica Falange no sería aquella que reproduce sin cansancio aparente las formas, tesis y estrategias de la etapa fundacional sino aquella otra que se dispone exclusivamente al servicio de la Revolución Nacional-sindicalista. Porque, como diría Giuseppe Mazzini, un verdadero revolucionario no puede permitirse el lujo de otros compromisos. La Falange, en definitiva, es propensa a la aceptación de cualquier cambio, incluso de nombre, porque es una forma y toda forma es susceptible al cambio. Su autenticidad depende del grosor del cabo que la mantiene unida al fondo, invariable, que es la esencia nacional-sindicalista.

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Hay muchas formas de entender el nacional-sindicalismo.

Una de ellas es la postura testimonial. Consiste básicamente en la defensa a ultranza de todo el aparato teórico planteado por José Antonio durante la etapa fundacional, generalmente con la exclusión de las aportaciones debidas a quienes compartieron con él aquella tarea histórica. Esa fidelidad a la letra por encima del espíritu de las palabras está abocando a un distanciamiento entre el nacional-sindicalismo y la sociedad. Sencillamente por el hecho de que la España de hoy se asemeja muy poco a la que ellos vivieron, y padecieron, en la década de 1930. El testimonio falangista es el conservadurismo falangista y para él no queda otro horizonte que mantener alzada la bandera sin reparar, quizás, en que el aludido alejamiento de la realidad social hace que cada vez sean menos las manos disponibles para garantizarlo.

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Llama poderosamente la atención el desahogo con que se habla y se opina en torno al Liberalismo, una ideología económica y política de dificilísima caracterización complicada, adicionalmente, por su fragmentada evolución. La necesidad de información sobre la cosa liberal suele colmarse con dos referencias tipo: al libre mercado y al rechazo del intervencionismo del Estado en la actividad económica. Eso en lo que atañe al llamado Liberalismo económico, que es precisamente el que nos interesa analizar en estos momentos.

Una mirada más reposada sobre la ideología que comienza a instaurarse con la Revolución inglesa de 1688, y que continúa siendo mundialmente hegemónica en nuestros días, muestra una superficie mucho más rugosa, llena de depresiones y zonas en penumbra. Esto es así hasta el punto de poderse afirmar que no hay un Liberalismo económico sino cuatro de ellos: el utópico o filosófico, el real, el social y el “neo”. Daremos cuenta de todos en los párrafos siguientes.

Es necesario advertir, por lo demás, que no sólo nos mueve una intención clarificadora y didáctica al redactar estas páginas. En un famoso intercambio epistolar entre José Antonio e Ignacio Luca de Tena, que tuvo lugar en ABC en marzo de 1933, el Director de dicho periódico alababa el Liberalismo como la ideología de la Dignidad del hombre hacia la cual, al parecer, el Jefe falangista debería ser insensible.  Creemos que ya sea tiempo de ajustar esta vieja cuenta.  

  1. Un origen prístino.

Los ideales originarios del primer Liberalismo, así como los nombres de sus promotores, han pasado a los manuales de Historia de la Filosofía por méritos propios.  Resultan encomiables la bondad, sinceridad y esfuerzo de fundamentación desplegados por un Hobbes, un Locke, un Adam Smith más tarde y, ya en el XIX por un Jeremy Bentham y un John Stuart Mill. Existe allí una profunda reflexión sobre la naturaleza humana que culminará en una inspirada reivindicación de la Libertad, la Dignidad y el Derecho humano. Como consecuencia de ello, el Liberalismo ha quedado definitivamente asociado a los grandes ideales del igualitarismo, el universalismo y el meliorismo o la perfectividad del ciudadano y las instituciones. Y nos parece una asociación correcta.

Este Liberalismo de los orígenes es universalista al considerar a todos los seres humanos –a todos- como individuos autónomos; es  igualitarista, cuando afirma que todos poseen el mismo valor por ser idénticos en Dignidad; es individualista al hacer de cada uno el dueño de su propio destino; es “liberticista” por cuanto defiende que todos deben disponer de las condiciones necesarias para ejercer ampliamente los dictados de su propia voluntad, etc.

Al Liberalismo le apasiona ser interpretado como el gran adalid de la Libertad, virtud suprema de la que toma prestado hasta su nombre. Pero, por encima de todo, quiere que se le identifique con la ideología de la Dignidad y de los Derechos Humanos.

A tenor de estos ideales, principios y valores, si la Iglesia Católica se hubiera mantenido fiel al mensaje evangélico el nacimiento del Liberalismo ni hubiese sido posible ni necesario. Pero su deserción del espíritu inicial del Cristianismo selló la cuestión para siempre y será el Liberalismo quien cobre para sí los laureles de haber llevado todo el peso de la reivindicación de los valores eternos de la Libertad y la Dignidad frente al poder. Véase aquí sólo una reflexión tangencial al hilo de la actualidad y de las recientes declaraciones del Papa Francisco exhortando a la laicidad del Estado.

  1. Un enemigo a batir.

El primer Liberalismo tuvo verdaderamente claro cuál era su adversario, al que bautiza como Antiguo Régimen y que tiene como epónimo la monarquía absoluta de Luis XVI. Precisamente, la que derrocaría la Revolución de 1789. Este Antiguo Régimen se basaba en una sociedad estamental donde la Nobleza y la Iglesia Católica ocupan la posición de privilegio y ejercen el poder político, generalmente de manera autocrática, con absoluta indiferencia hacia las condiciones de vida de los trabajadores y con un desprecio clasista e insensato hacia la nueva condición social de la Burguesía. El Liberalismo alza la bandera revolucionaria para cambiar ese estado de cosas y proclama la Libertad del hombre frente al ejercicio abusivo del poder por parte de los estamentos privilegiados en una sociedad demorada eternamente en un esquema feudal.  También esta reivindicación es plena de sentido: el Liberalismo abre las ventanas de una Edad Media postiza prolongada a lo largo de los siglos.

A tenor de lo expuesto, decirse no liberal provee la condición de monstruo hacia los demás o de paranoico masoquista hacia uno mismo. ¿Cómo puede alguien oponerse a ser libre y a ser respetado en su Dignidad humana esencial si no es un loco o un canalla? ¿Qué otra perversa lógica puede operar detrás del españolísimo “vivan las cadenas”? Y sin embargo…

  1. La aporía liberal.

Las maneras de definir el Liberalismo suponen una infinidad, como corresponde a la ideología política y económica que es hegemónica desde el siglo XVII. En ese mar de precisiones destaca aquella que lo enfatiza como un movimiento fundamentalmente aporético, es decir, incapaz de desplegar sobre el terreno práctico los planes primorosamente tiralineados por sus iniciadores. Planes cargados de las mejores intenciones, surgidos de las más sensatas reflexiones sobre la naturaleza humana y sin otro Norte que la mejora de las condiciones de vida de los hombres y el respeto más sincero a su Dignidad y Libertad constitutivas. ¿Cómo es posible, entonces, que la elevada determinación del Liberalismo desembocara en un nuevo sistema injusto y deshumanizado? Esto es parte de la verdadera cuestión.  

Los ideales de los primeros filósofos liberales nunca se llevaron a término. La plasmación de sus proyectos en el terreno fáctico dio lugar a un sistema político y económico que no resultaba mucho mejor que aquel que vino a subvertir de manera revolucionaria. Por eso parece incorrecto denominar a esta primera etapa como Liberalismo Clásico ya que, de alguna manera, el término induce la idea de que el Liberalismo fue llevado efectivamente a la práctica en algún momento del pasado. Y no es así dado que la Humanidad nunca vivió la promesa de Libertad y Dignidad que inspiraron los primeros cenáculos liberales. Por este motivo, porque nunca se puso en práctica su prédica ni llegó a alcanzar uno sólo de sus altos objetivos, sería más correcto nombrarlo como Liberalismo utópico o filosófico, tal como haremos en adelante. 

 

 

  1. La gran inversión del Liberalismo filosófico.

Apenas conquistado el poder por la Burguesía, la inicial defensa de las libertades del individuo contra los abusos del poder político desembocó en una nueva situación de explotación y terror sobre estos mismos individuos, sarcásticamente declarados libertos apenas la víspera y sometidos nuevamente sin llegar a degustar las mieles de la prometida emancipación.

El único estamento o clase llamado a acceder a la restringidísima esfera de la Libertad será la Burguesía. Solamente ella, ninguna concesión a las clases inferiores de los obreros o los campesinos. Es más, las llamadas revoluciones liberales van a sustituir, en último término, la tiranía de los Borbones y de los Richelieus por la tiranía de los potentados y los pequeños propietarios. Así, si en el Antiguo Régimen la Nobleza y la Iglesia ejercían un poder omnímodo, será ahora la Burguesía quien imponga su ley con mano de hierro durante la Modernidad.

Y he aquí la gran inversión del Liberalismo utópico ya que la Burguesía contaba ya con su propia ideología: el Capitalismo. Una ideología que, en cierto sentido, se desarrolla en paralelo al Liberalismo, aunque su génesis se retrotrae a la Reforma. Una ideología que es, ante todo y sobre todo, conciencia de clase burguesa. Una ideología que proclama el enriquecimiento sin obstáculos y sin límites y que, precisamente aquí, se devela muy diferente a las ensoñaciones  de aquellos filósofos y humanistas considerados como los padres fundadores del pensamiento liberal.

  1. Una irregularidad semántica.

¿Nos haremos acreedores a todos los anatemas del ecúmene si afirmamos que, en realidad, no vivimos bajo la égida de un Liberalismo filosófico sino bajo el yugo de la ideología burguesa que supo hacerse pasar por él?

De ser así estaríamos obligados a indagar qué necesidad tenía la Burguesía rampante de revestirse con el ropaje del Liberalismo. Porque, contra de toda lógica y rigor semántico,  resulta llamativa la manera en la que el Nuevo Régimen burgués continuó haciendo uso del término “liberal” cuando, en realidad, le correspondía más el título de “tiránico”,  visto el trato dispensado a artesanos, obreros, campesinos y otras gentes sin recursos. La única respuesta razonable que explica la obsesión de la ideología burguesa por mantenerse vinculada al imaginario liberal sería el intento de una transmisión, o apropiación más bien, del prestigio asociado al mitema de la Libertad y de su conquista por medios revolucionarios.

Esta expropiación del lenguaje liberal por parte de la Burguesía tuvo como consecuencia que las palabras y hasta los conceptos fueron perdiendo paulatinamente su sentido original para empezar a significar cosas bien diferentes. Un buen ejemplo de ello lo ofrece la insistencia en el eufemismo del “Liberalismo económico” cuando existe un concepto mucho más exacto e inequívoco para referir sus prácticas. La Burguesía habla de Liberalismo en lugar de Capitalismo puro y duro por adolecer el segundo término de fama y prensa mucho peores.

Otra sospecha, ésta de naturaleza táctica: la Burguesía se dice liberal porque las revoluciones se hacen contra las tiranías, nunca contra las libertades. Decirse liberal es, pues, una estrategia de distracción.

En cualquier caso, la Libertad del Liberalismo, sus llamamientos a la naturaleza del hombre, a la Dignidad y al Derecho humano, han dejado de sonar igual que en los labios de un John Locke o de un Thomas Hobbes. Sin duda, porque son invocados para justificar las actuaciones que más niegan y atacan frontalmente tales principios y valores.

  1. Pérdida de la Universalidad y aparición del Liberalismo real.

Acabamos de exponer cómo se oculta, tras el prestigio del Liberalismo utópico, una simple ideología de clase sin otro horizonte que poner la legislación al servicio del “libre” enriquecimiento.

Cuando la Burguesía accede al control y pone en práctica su concepto sobre la Libertad las piezas de esta trama comienzan a encajar sin violencia. El ejercicio del poder burgués no hará avanzar ni un milímetro los utópicos ideales de Dignidad y Libertad. Muy al contrario, la Burguesía triunfante incurrirá exactamente en los mismos vicios en los que incurrieron la vieja Nobleza y el Alto Clero durante su tiempo político: el absoluto desprecio hacia las clases económicamente inferiores y, en consecuencia, la pérdida absoluta de la conciencia de la Universalidad humana.

Las eufemísticamente denominadas “clases populares” seguirán subyugadas como bajo el Antiguo Régimen y sólo la Burguesía habrá sabido conquistar su Libertad, Dignidad y Derecho. Como consecuencia de ello, los grandes valores se personalizan y en adelante incumben exclusivamente a la clase burguesa. Marx y Engels sólo tuvieron que llevar la lógica subyacente hasta sus últimas consecuencias afirmando que, para conquistar su propia Libertad, Dignidad y Derecho, los trabajadores tendrán que formar su propia conciencia de clase y hacer su propia Revolución.

Así, al trocar su Universalismo primigenio por un pacato particularismo burgués, fue como el Liberalismo dejó de militar en el bando de la Dignidad humana. El concepto de Hombre -que había supuesto originalmente el objeto de sus desvelos y que aún nos hace admirar aquellas obras filosóficas del Empirismo inglés- fue pálida pero efectivamente sustituido por el concepto del universo burgués, de la clase burguesa. Y así, todo el doctrinario destilado para la defensa del Derecho Humano se degradó hasta las profundidades de un manual elemental de los derechos del tendero.

Con la pérdida de la Universalidad, el Liberalismo utópico infiltrado por la ideología burguesa hasta la médula se transforma en otra cosa, que bien podríamos definir como el Liberalismo real y que sólo nuestra su auténtica faz cuando se hace con el poder político.

Cuando en adelante este Liberalismo real hable de Libertad lo hará en referencia a la Libertad del burgués con exclusión o menosprecio del resto de las clases sociales. Y así hace con todo el catálogo de los valores originales de los que se reclama. Tendremos ocasión de analizar algunos ejemplos a continuación, pero es necesario dejar bien sentada nuestra tesis: el Liberalismo del XVIII desplaza al concepto de la Humanidad del centro de sus preocupaciones teóricas para ubicar en su lugar a la clase burguesa, como si no existiera nada más. La Burguesía es el todo social. La ruptura con el utopismo que le servía de apoyatura literaria ya es aquí completa. Ruptura de fondo, de contenido, aún cuando se pretendan mantener a toda costa las formas.

  1. La Libertad.

La Libertad, entendida como un valor eterno y universal en los comienzos, fue la primera víctima de la praxis del Liberalismo real. Aquel heroico llamamiento a que el hombre, todos los hombres, pudieran actuar conforme a su conciencia e interés perdió su amplitud y naturaleza inclusiva para significar, apenas, la mezquina libertad del empresario, del hombre de negocios, que exige las condiciones absolutas para obtener beneficios económicos absolutos.

La pequeña libertad de la que habla el Liberalismo real es la desregulación de los mercados. Pero, ¿existe de verdad algún motivo para oponerse a esta liberalización generadora de riqueza? La respuesta es afirmativa por cuanto afecta también al propio mercado de trabajo. Es decir, que instaura la posibilidad de establecer unilateralmente los términos de las relaciones entre empleador y personal a sueldo. Estamos ante la degradada libertad que sólo alcanza al liberal-propietario-burgués y que glosara magistralmente José Antonio en su discurso del 29 de octubre de 1933: "Sois libres de trabajar lo que queráis; nadie puede compeleros a que aceptéis unas u otras condiciones; ahora bien: como nosotros somos los ricos, os ofrecemos las condiciones que nos parecen; vosotros, ciudadanos libres, si no queréis, no estáis obligados a aceptarlas; pero vosotros, ciudadanos pobres, si no aceptáis las condiciones que nosotros os impongamos, moriréis de hambre, rodeados de la máxima dignidad liberal". 

  1. La Igualdad.

La segunda coartada que el Liberalismo real o Capitalismo toma prestada del filosófico es la Igualdad entre los hombres. Sostener que todos los hombres son esencialmente desiguales es una obviedad por cuanto cada ser humano es un proyecto único e irrepetible de la Naturaleza. Lo cual, dicho sea de paso, constituye el subtentáculo filosófico para afirmar la Dignidad humana desde una perspectiva laica y científica para más señas. El Liberalismo utópico pone de manifiesto, con perfecta razón y derecho, las bondades de la desigualdad natural de las personas como motor de una sana competitividad que aguza el ingenio y genera riqueza. No obstante, bajo esta constatación de la desigualdad subyace una tendencia ética y filosófica hacia la Igualdad o hacia la progresiva conquista de parcelas de Igualdad por razones de Justicia distributiva y por coherencia con su percepción de la universalidad del género humano.

Precisamente, la ruptura del Liberalismo real capitalista con los ideales universalistas del Liberalismo filosófico va a motivar que el espíritu burgués lleve la desigualdad hasta extremos insospechados. Ya no queda nada de la benevolente etapa utópica y el realismo liberal se muestra incapaz de percibir, por ejemplo, que la desigualdad natural genera también otras corrientes mucho más nobles en el seno del cuerpo social como son la solidaridad o la cooperación comunitaria. De ahí el interés del Anarquismo como alternativa.  

La pérdida de la conciencia de universalidad dará como resultado una de las características más inesperadas del Liberalismo real. Si el utópico se declaraba abierto defensor de la meritocracia personal y utilizaba ésta como arma arrojadiza contra la Nobleza hereditaria; si el utópico clama contra un sistema en el cual cualquier individuo sin calidad podía disfrutar los beneficios de haber contado con un antepasado excepcional, acreedor a un título o una propiedad, con el paso del tiempo, la mentalidad burguesa se hace “nobiliaria”. No en el sentido aristocrático del término sino, sencillamente, en que pasa a ser un rasgo hereditario, a veces con marchamo teológico, que cristaliza en una especie de casta superior: junto con su hacienda, el hijo de un padre favorecido por el destino heredará la condición de desigual por exceso mientras sepa conservar la fortuna que su progenitor pudo labrar en el pasado. El viejo ideal utópico que sanciona la formación de élites por los logros personales en lugar de por motivos de nacimiento o de riqueza heredada pasará pronto a mejor vida. De este modo, dicho sea de paso, la mentalidad liberal burguesa prolonga el problema de las elites españolas desde Roma hasta la fecha. En la actualidad asistimos a la última fase de este desarrollo y la Alta Burguesía constituye ya una Nobleza que en nada se distingue de la vilipendiada que copó y protagonizó el Antiguo Régimen y contra la cual vio la luz el Liberalismo. 

Dos grandes teóricos liberales del XIX como Smith y Mill ya habían advertido del peligro subyacente a una desigualdad de tamañas dimensiones. El Socialismo se confunde gravemente al exigir una igualdad artificiosa y antinatural que, por lo demás, nunca supo construir ni fuera ni dentro del Telón de Acero. Los falangistas, más prudentes, hablamos de “igualdad de oportunidades y oportunidades para la igualdad” si bien en unos términos mucho más ambiciosos y efectivos que los propuestos por el pretendido padre de la idea, Friedrich Hayek, que llega con treinta años de retraso en relación al mejor José Antonio que deja escrito: “la cultura se organizará en forma de que no se malogre ningún talento por falta de medios económicos. Todos los que lo merezcan tendrán fácil acceso incluso a los estudios superiores”. Es decir, que es misión del Estado paliar las grandes desigualdades estructurales (esto es, heredadas) para que cualquiera tenga la oportunidad de triunfar por sí mismo.

  1. La propiedad.

La propiedad es el aspecto teórico  que más pone en contradicción la mentalidad liberal de los filósofos con la burguesa de los mercaderes. Bien entendido que, si ambas posturas son firmes defensoras de la propiedad privada, la Libertad es el valor supremo para el liberal prístino o utópico mientras que la propiedad lo es para el burgués.

El ideal burgués se aleja del Liberalismo utópico en su rechazo de cualquier cortapisa a la acumulación de propiedades, sin excluir a la primera de todas que es el capital. Considera este acaparamiento como una consecuencia natural de la Libertad humana, en general, y de la libertad de mercado, en particular. Paralelamente, la desigualdad en la posesión de cosas, de riqueza, sería la expresión social de la desigualdad esencial a la que hacíamos referencia anteriormente. La lógica burguesa no encuentre límites a la tendencia humana de la acumulación de propiedad dado que el hombre es un ser egoísta por naturaleza. Y aunque este mismo veredicto esté presente en algunos de los filósofos liberales primeros, lo cierto es que sus consecuencias atentan claramente contra el programa político del Liberalismo utópico. Porque el derecho abstracto a la Propiedad de aquellos pensadores del XVII y XVIII se transforma en derecho objetivo a la acumulación y al monopolio en su acepción liberal-capitalista-burguesa. Por eso bien pudo decir José Antonio en su discurso del Teatro Norba de Cáceres, en enero de 1936: “El capitalismo –ya lo sabéis– no es la propiedad; antes bien, es el destructor de la propiedad humana viva, directa; los grandes instrumentos de dominación económica han ido sorbiendo su contenido a la propiedad familiar, a la pequeña industria, a la pequeña agricultura.”

En nuestros días, el 0,7% de la población mundial posee el 45,2% de la riqueza global, mientras que el 71% de la población cuenta solo con 3% de la misma. Y este dato ilustra como ninguno la conversión del principio de la Propiedad en los de la acumulación y el monopolio.

Una de las consecuencias más inmediatas de la concepción burguesa es su odio resuelto hacia los impuestos, cuyo destino ideal es el de suplir las carencias vitales más perentorias de las personas que no han sabido ingresar en la secta social de la Burguesía y padecen un déficit  de recursos. Los impuestos, bajo la peculiar óptica del Liberalismo real, son un robo legalizado y un atentado contra la propiedad.     

Las posturas más socialistas defienden que la riqueza, que es a la vez causa y efecto de la propiedad, debe ser redistribuida atendiendo a criterios de cobertura de las necesidades mínimas de toda la población. Algo que, ciertamente está próximo a la consigna marxista: “a cada cual según sus necesidades”. Porque la brecha entre la vida opulenta de los ricos y la vida mísera de los no favorecidos es insoportable a los ojos de cualquier individuo con sensibilidad social. Los falangistas, no obstante, vemos en este planteamiento como la plasmación de un paternalismo infundado con la intención taimada de mantener las cosas dentro de los cauces de su injusticia fundacional. De ahí que la Falange del siglo XXI se pronuncie sin cortapisas por la entrega de la propiedad de los medios de producción al trabajador. 

  1. La historia del Liberalismo en tres pasos.

Ya se ha establecido cómo la Burguesía mantiene el sistema de ideas del Liberalismo filosófico sin la menor intención de aplicarlo salvo en aquellos aspectos que redunden en la bonanza de sus negocios, como el libre mercado o la prescripción del intervencionismo estatal en la economía. Esta situación se demora, y se pudre, desde el siglo XVII hasta mediados del XX, que así de “viejuno” es el sistema de ideas económicas que rige nuestras vidas.

La aplicación a ultranza de estos mecanismos provoca situaciones de pobreza, desigualdad y deshumanización tales que, externamente al Liberalismo real, dan origen al Socialismo y al Comunismo. Pero, internamente, desencadenan un movimiento de retorno de los viejos valores del Liberalismo utópico. Este desplazamiento temporal de la ideología burguesa pura hacia los ideales primeros del Liberalismo tuvo lugar en la década de 1930 bajo la presidencia de Roosevelt y se conoció como New Deal. Como decimos, a pesar de reforzar la vigilancia e intervención del Estado para evitar los desmanes de una Burguesía desbocada, nunca estuvo la realidad económica tan cerca de los valores filosóficos de los fundadores del Liberalismo que bajo el New Deal, también conocido como Liberalismo Social o, con mayor intención, Liberalismo de izquierda. Duró hasta 1938 aunque, tras la Segunda Guerra Mundial, sería continuado en alguna medida por el keynesianismo, la doctrina oficial del Liberalismo hasta los años 70, indiscernible en la práctica de la Socialdemocracia.

Esta visión social del Liberalismo, aunque se encuentre mucho más cerca del espíritu del Liberalismo utópico, no supuso una verdadera solución al problema de fondo que, como bien dejó establecido Proudhon, no es otro que el de la propiedad. No obstante, conllevó al menos un alivio de la tiranía burguesa conjurando el otro extremo de la némesis que fue el Comunismo.

El Liberalismo Social era artificioso en muchos sentidos al depender absolutamente de la coyuntura de la bonanza económica y de la presión fiscal. Por eso, cuando las crisis económicas comenzaron a sucederse desde la década de 1970 en adelante, se produjo la reacción violenta de la vieja ideología burguesa de siempre. Este retorno al Liberalismo real, corregido y aumentado, se llamó Nueva Derecha (no confundir con el movimiento cultural francés homónimo y anterior) y Neoliberalismo. Se izaron de nuevo las  banderas del libre comercio y de la contracción del Estado, por más que estuviera capitaneada al alimón por dos dirigentes de línea dura, guante de hierro e infausto recuerdo como fueron Ronald Reagan y Margaret Thatcher, con su burguesa estrategia de imposición de “la libertad” a golpe de antidisturbios (como en aquella famosa represión de la huelga de los mineros ingleses). Y este es ya el Liberalismo director del siglo XXI.

A modo de conclusión.

El Liberalismo nunca logró solucionar los problemas de fondo que detectaron sus primeros cultivadores utópicos. A lo largo de su dilatadísima historia de más de tres siglos sólo recorrió esa senda humanista inicial durante el corto periodo que separa las décadas de 1930 y 1970.

Dos motivos pueden alegrase para explicar esta circunstancia.

El primero de ellos radica en una imposibilidad elemental de instaurar la Libertad y la Dignidad humana en un entorno capitalista en el que una minoría, por muy extensa que se quiera, es dueña y señora de los medios de producción. Este esquema desemboca indefectiblemente en situaciones de explotación del hombre por el hombre. Los llamamientos a la intervención del Estado no provocan efectos positivos sino a muy corto plazo. Esto es: mientras la presión fiscal pueda sostenerse y mientras el Estado no caiga en la espiral de corrupción a la que inevitablemente todos se encuentran abocados.

El segundo motivo es el secuestro de la terminología liberal por una burguesía que profesa su propia ideología de clase, llamada Capitalismo. Los grandes ideales se mantienen en la forma pero no en el fondo y bajo la aparente lucha por la Libertad, la Dignidad, la Igualdad y la Justicia se esconde la pasión por el acaparamiento de riquezas sin fin.  

La actualidad nos confronta hoy con un Liberalismo real desbocado, libre de ataduras y de implantación mundial. Hay quien se prepara para el advenimiento de una segunda Edad Media donde el poder quedará concentrado en manos de la Alta Burguesía. Sus desmanes son manifiestos pero ahora ya conocemos la verdadera realidad de fondo: que el Liberalismo, desde su llegada al poder, no ha supuesto otra cosa que una abominable estafa en relación tanto con sus raíces como con sus resultados.  

Juan Ramón Sánchez Carballido

Por Mendelevio

Ciudadanos y Podemos han abierto el melón de la reforma electoral. Desgraciadamente no buscan más democracia, sino más parcelas de poder. No les mueve el sentido de Estado, ni el patriotismo… sino interés partidista.

Podemos quiere bajar la edad de voto a los 16 años. ¿Culto a la juventud o estudio demoscópico de su electorado potencial?  Mucho nos tememos lo segundo. A esa edad no tienen responsabilidad penal plena sobre sus actos, pero si les quiere dar derechos políticos plenos. Disentimos de ese populismo que sólo habla de derechos, pero no de deberes y responsabilidades. Aunque legamente están en edad de trabajar socialmente, por la ampliación  de los estudios y por el paro juvenil, los jóvenes que son económicamente independientes son una minoría…

Ciudadanos y podemos buscan un sistema más proporcional. En el caso de las elecciones autonómicas catalanas llevaría a disminuir la sobre representación de la Cataluña rural y ampliar la de la Cataluña urbana. Que los escaños en Gerona no cuesten menos votos que los escaños en Barcelona. En el caso nacional periódicamente se hacen correcciones, bajando la representación de las provincias menos pobladas (Teruel, Soria, Cuenca…), hasta que llegue a un mínimo de dos diputados. No creemos que dejar fuera del Congreso a estas provincias sea profundizar en la democracia ni en la vertebración nacional.

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Por Mendelevio

Frente a una Arcadia Catalanista que nos venden los nacionalistas, en el balance del separatismo del último siglo no es estimulante para los secesionistas catalanes.

A principios del siglo XX efectos económicos para España de la perdida de Cuba en 1898 fueron positivos. No sólo por el fin de los gastos de la guerra sino por la repatriación de capitales ahí invertidos. Con el dinero que salió de Cuba se fundaron en España bancos como el Banco Español de Crédito o el Banco Hispano americano. ¿Nos suena cómo el capital huye de los territorios separatistas? Al irresponsable  Junqueras no le preocupa la descapitalización de Cataluña. Sólo le preocupa que las empresas se establezcan en el resto de España. Pesa más su odio a España que su amor a Cataluña.

Las declaraciones unilaterales de independencia de Katanga (1960) y Biafra (1967) no tuvieron reconocimiento de la ONU, y fueron reprimidas tras duras guerras. La independencia de la Argelia Francesa se votó en toda Francia el 8 de enero de 1961 (ganando el sí por un 76% en la metrópoli y un 70% en Argelia). La salida de Argelia de Francia, evidentemente supuso su salida de la OTAN. Los argelinos de origen europeo y los que habían apoyado a Francia tuvieron que abandonar el país, bajo amenaza de muerto. ¿Qué vida espera en una presunta Cataluña independiente a los catalanes no separatistas?

La República Turca del Norte de Chipre y República Moldava Pridnestroviana (Transnistria), son territorios que hicieron declaraciones unilaterales de independencia, y sobreviven sin el reconocimiento internacional. Kosovo es solamente  reconocido por  111 de los 193 miembros de Naciones Unidas. ¿Es ese el futuro que quieren Puigdemont y Junqueras para Cataluña? Sobre  Anna Gabriel no preguntamos, porque tenemos claro que sí.

Los separatistas catalanes, se han creído sus propias mentiras… y están llevando a Cataluña al desastre. No aman a Cataluña, no quieren lo mejor para los catalanes… sólo están obcecados en salir en los libros de historia como los padres de la Patría.