30 años de abusos de poder, de adoctrinamiento en las escuelas, con la complicidad del bipartidismo y la partidocracia, 30 años mirando hacia otro lado mientras se consumaba el incumplimiento de sentencias judiciales exigiendo a los directores de los centros educativos el derecho de los alumnos a hablar su idioma, el español; 30 años de clientelismo, de amiguismos, de negocios compartidos entre CiU y el PP, 30 años de corruptelas públicas y privadas, dan al traste, a día de hoy, en una Cataluña de perdedores, una Cataluña dividida y, a primera vista al menos, irreconciliable. Las cifras las podemos leer en cualquier diario.

Un tejido social cosido mentira a mentira, en el que brillan por su ausencia el sentido común, la autocrítica, desde luego la generosidad y frente a ello, endogamia y una falta de miras casi enfermiza, absurda, esperpéntica, que ve mártires donde sólo hay cobardes. Que convierte al huido Puigdemont - incapaz de afrontar sus responsabilidades legales, tras dos meses de exhibición junto a unos flamencos ultraderechistas y casposos dados igualmente a la defensa del terruño por encima de todo-, en presidente.

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Cada vez que el Partido Popular y el Partido Socialista llevan a cabo una de esas trifulcas de perfil bajo que tienen lugar en el Parlamento, somos ya muchos los que, además de desconfiar, perdemos la esperanza en que, algún día, los españoles seamos capaces de observar la realidad política y social desde un nuevo paradigma, que en este caso tendría que ver con la lealtad a los españoles, a los trabajadores, al bien general, a la equidad y el sentido común, que continúa siendo, el menos común de los sentidos.

El cupo vasco, o lo que es lo mismo, el chantaje del Lendakari al Presidente del Gobierno, ha creado cierta indignación en la filas del PSOE de Pedro Sánchez, que promete para su reinado socialista, todavía más incoherencia que su antecesor. Por alguna de esas razones que ya conocemos todos: los intereses partidistas de las formaciones políticas que se han alternado en el Poder durante los últimos 40 años, popularmente “partitocracia”, Mariano Rajoy está dispuesto a soltar 1.300 millones de euros anuales hasta 2021, sólo por aprobar los Presupuestos Generales de 2018; y el PSOE de Sánchez, el PSOE del “no es no, sr. Rajoy”, está dispuesto a votar a favor “sin complejos”, para más señas, según anunciaba su portavoz en el Congreso, Margarita Robles, confesando que el Partido Socialista apoya: “un hecho diferencial constitucionalmente reconocido que hay que proteger”. O lo que es igual, reconociendo un privilegio para una parte de los ciudadanos de España. Y sin complejos porque, sólo esta izquierda nuestra, tan española y tan liberal y tan capitalista, puede hacerlo de tal forma, en reconocimiento expreso de un hecho diferencial; a la izquierda se le presupone una superioridad moral.  

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La secuencia inaugural de la lógica productiva es de una simplicidad apabullante: la creación de puestos de trabajo depende de la creación de empresas y éstas,  a su vez, de alguien que quiera financiarlas.

Tres son los modelos de financiación posibles, a la luz del relato histórico.

El primero es el capitalismo. Puede tratarse de una persona, un grupo de personas o un complejo entramado anónimo de intereses conocido como “los mercados”. El caso es que una entidad privada arriesga su patrimonio para montar una empresa contra la promesa de la obtención de unos beneficios enormes. En este contexto resulta antieconómico cualquier medida tendente a limitar éticamente las ganancias del inversor. El modelo capitalista puede resumirse en una sola idea: “si quieres que invierta mi dinero en crear empresas que empleen a tus ciudadanos déjame tratarlos como quiera en materia de horarios, salarios, prestaciones sociales, etc.”  Es lo que el capitalismo denomina “libertad”, que alcanza su definición más depurada en el concepto debido al fundador de toda una saga de supercapitalistas norteamericanos, M. A. Rothschild (1744-1812):

“Dadme el control sobre el dinero de una nación y no me importará quien redacte sus leyes”.

M. A. Rothschild

En efecto, el horizonte último del capitalismo es la conquista velada del poder por las grandes empresas y corporaciones que lo integran.

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Cumbre de partidos nacionalistas ayer en Cataluña, todos están de acuerdo, Puigdemont también: el negoci es el negoci: pondremos fecha y hora al plebiscito nazionalista. Así lo aprendieron del gran inspirador e instigador, el excelentísimo ex presidente de la Generalitat, Jordi Pujol. Quien supo cómo nadie, que nada como controlar los resortes públicos y por ende los privados, en una porción reducida pero significativa de territorio, para, a través del sentimiento, aprovechar las cuantísimas posibilidades de que una reducida clase privilegiada se convierta en inmensamente rica. La fórmula no es nueva, “Divide y vencerás”, reza el viejo Romancero Español. Y, por otro lado, una antediluviana argucia de excelente artificio: la exaltación de los sentimientos sin que medie la razón, la inteligencia, el sentido común y, por qué no, la virtud. Un tándem perfecto capaz de convertir una comunidad civil formada por criterios y diferencias enriquecedoras, en masas, en ejércitos de adocenados para el fin deseado, que, en este caso, y a los hechos nos remitimos, era, como se dice vulgarmente, forrarse. Así de triste. No se saquea lo que se ama.  Nuestro gen anti-español, cretino por naturaleza y el pensamiento único impuesto desde fuera, por la globalización, han hecho el resto.

Y el aciago desenlace daña la vista: una familia, con un puñado de plebeyos intelectuales y morales alrededor, practicando políticas torticeras, insultando la inteligencia de un pueblo que les aclama y les perdona el desmantelamiento de un sistema público que venía a añadir decencia y dignidad a la mayoría.

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El impuesto de Sucesiones y Donaciones enfrenta las incongruencias del sistema. Pone en tela de juicio la igualdad de los españoles y el sistema de representación territorial. Todo ello sin entrar en el debate primordial, ¿por qué tributamos por un bien sobre el que ya se ha tributado, y sobre el que debemos seguir tributando mientras lo conservemos? ¿Por qué pagamos tres veces? ¿Es justo? ¿o sólo es necesario para mantener una administración estatal que se muestra inoperante y que se ha hecho endémica?

La armonización fiscal, es decir, pagar por heredar bienes sobre los que ya ha cotizado la persona que los dona, se ha convertido en el caballo de batalla de la última reunión de presidentes de Comunidades Autónomas.

Los españoles, en teoría iguales ante la ley, según nuestra carta magna, sufrimos sustanciales diferencias en el pago del impuesto de Sucesiones y Donaciones, atendiendo al territorio en que vivimos, tributamos o recibimos la herencia, y dependiendo del partido político que gobierne.

A parte el debate y análisis sobre la equidad del impuesto, en boca y mente de una gran mayoría de españoles, después de que se hayan dado múltiples casos en los que los herederos han tenido que renunciar a la herencia, la reunión ha puesto sobre la mesa múltiples incongruencias que enfrentan al sistema con sus sombras.

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