Medio entera o a medio terminar, que dos formas hay de ver una misma botella, la gente puede interpretar los datos periódicos sobre la evolución del empleo en España como mejor la plazca. Si lo que reclama su esperanza es la creación de puestos de trabajo, sin otro horizonte de derechos y justicia retributiva, podrá compartir la impostada euforia de un gobierno que intenta poner en valor sus cifras comparativas con el resto de Europa. Aquí, según parece, se crean más puestos de trabajo que en el resto de los países de nuestro entorno tomados de uno en uno. Hala… tras cumplir con el ritual y con el manual de comunicación y estilo del partido ya puede ir el simpatizante a fumarse –satisfecho- un puro.
Para los que aún distinguimos entre trabajo, de una parte, y esclavitud o subempleo, de la otra, el panorama no resulta tan pastoril ni España se asemeja tanto a esa pretendida Arcadia pepera. A más de uno, cabe esperar, se le debió agriar el fin de año cuando la OCDE advirtió formalmente de la degradación del mercado laboral en nuestro país. Sí, sí… ventile usted ese humazo, amigo del PP: España tiene uno de los mercados laborales más degradados del mundo desarrollado, sólo comparable al de sitios como Eslovaquia, Grecia, Hungría, Italia, Polonia, Portugal y Turquía. Para mayor escarnio, tiene usted que contar con la cantidad de nuestro empleo también es alarmante y somos, junto a Grecia, el país con mayor nivel de desempleo de la OCDE.
Aterrizando aún más la situación, los salarios resultan tan bajos y los empleos de tan ínfima calidad en nuestra vieja piel de toro que no resulta exagerado afirmar nuestra condición de país en vías de extinción. Los jóvenes, al carecer en absoluto de esas perspectivas laborales mínimas, renuncian a independizarse, a constituir un hogar y una familia y, de rebote, a traer hijos al mundo para continuar perpetuando en el tiempo esta cosa magnífica que en tiempos conocimos como España.
Desde la noche de los tiempos la lógica de las cosas estableció el trabajo como la única garantía de supervivencia de las personas. Uno se afanaba en ejercer una profesión para poder llevar el sustento al hogar y cubrir las necesidades básicas. Y a mejor empleo, mayor nivel de comodidad. Podemos observar cómo esta lógica, tan aparentemente simple, nunca se concretó en la realidad cotidiana. La propiedad privada de los medios de producción, gran caballo de batalla de los falangistas de todas las generaciones; la inmoralidad consustancial al sistema capitalista; el desprecio a la dignidad humana de las ideologías colectivistas; la ocupación de la esfera de lo político por las grandes empresas y el refinamiento de las técnicas de lobby… Existe una relación casi infinita de factores que acabaron por convertir el trabajo en lo diametralmente opuesto a aquello para lo que vio la luz. En una fuente inagotable de agresión contra la dignidad y la libertad humanas.
Todos los movimientos revolucionarios, sin exclusión de la auténtica Falange, han pugnado por hacer saltar los resortes que transforman la relación natural del hombre con su trabajo en algo tan perverso como la ciénaga que conocemos hoy en día. La fórmula falangista es bien conocida o, al menos, debería serlo a estas alturas del partido: “la tierra y la empresa para quien la trabaja”. Pero he aquí que una nueva vuelta de tuerca del sistema de ideas que padecemos, esta vez sobre el gozne tecnológico, viene a sofocar las esperanzas de quienes apostaran porque las cosas iban a retornar plácidamente a su seno.
Si la maquinización extrema que supuso la Revolución Industrial se saldó con una destrucción de empleo sólo pareja a la que sobrevino tras la incorporación de la informática en los procesos productivos, ¿qué se puede esperar del desarrollo de la impresión 3D de última generación, de la siguiente fase de despliegue de la microrrobótica, del ajuste fino de la Inteligencia Artificial o de la aplicación fáctica de la computación cuántica? ¿Cuántos puestos de trabajo tradicionales podrán hacer frente a esta ofensiva conjunta de las nuevas, verdaderamente novísimas, tecnologías; cuántos saldrán incólumes de la refriega? ¿Ya sabemos cómo se va a garantizar el alimento y la cobertura de las necesidades básicas a los 7.500 millones de habitantes de este planeta? Si las máquinas se quedarán con los puestos de trabajo, ¿ha llegado el momento de plantear la gratuidad de la existencia humana? Y, ¿quién pagará la fiesta? En el extremo contrario, ¿cuál es el volumen de desempleados que puede soportar una sociedad sin alcanzar el punto del estallido social? ¿Cuál es el grado de solidaridad asistencial que es exigible, vía impuestos, a cuantos tiene aún la fortuna de encontrar y conservar un puesto de trabajo? Porque el IRPF español IRPF es el tercero más alto de la zona euro y el IVA también está por encima de dicha media.
Y, como colofón, la pregunta más adecuada en estos primeros compases del año nuevo: ¿cómo afectará el nuevo panorama a nuestro relato revolucionario? Queda mucho por hacer…