De pronunciarse hoy, a tenor del momento crítico que atraviesa España en este octubre de 2015, hay razones para sostener que el discurso fundacional de José Antonio en el Teatro de la Comedia de Madrid podría haber girado en torno a una sola idea: “que todos los pueblos de España, por diversos que sean, se sientan armonizados en una irrevocable unidad de destino”.
Sentirse armonizados es casi una perífrasis amorosa. No hay en ella viso alguno de imposición, de restricción, de subordinación, mucho menos de violencia. Apunta hacia una decisión esencialmente libre: no existe forma de ordenar o de decretar una armonía entre las partes. Se da o no se da. Y, de darse, lo hace de manera natural, espontánea y, sobre todo, abierta. Toda impaciencia o exigencia sobre ella acaba por quebrar su íntima fragilidad. Por eso, el propio José Antonio rectifica su inicial punto de vista sobre las bondades del Estado totalitario en un documento fundamental de marzo de 1935, donde se decanta abiertamente por el Estado de dimensiones muy reducidas.
La cuestión radica, entonces, en develar la fórmula que permita a todos los pueblos de España sentirse en íntima armonía. Y aquí nos asalta una segunda dificultad: los pueblos, ¿pueden armonizarse entre sí? La respuesta es, obviamente, negativa. Son los hombres, las personas, quienes sienten, quienes aman. La armonía es una categoría radicalmente humana. Trasladar esa cualidad intransferible a entidades abstractas -como “el pueblo” o “la Nación”- es fruto de nuestra inveterada tendencia cultural a personificar el mundo, a encantarlo, asignándole atributos que no le corresponden en absoluto. En términos falangistas, estamos ante un efecto indeseado de nuestra irrenunciable fusión entre la política y la poesía. Para que esta vinculación no se convierta en problemática, debemos asumir la responsabilidad de no llegar a confundir, nunca, la imagen poética con el concepto político que le subyace.
El hombre, la persona, se transforma así en el actor principal y, con mucha probabilidad, único de la historia y de la política. En nada puede sorprender que el sector “auténtico” de la Falange lleve reclamando, desde la década de 1970, este cambio de enfoque. (“Arriba el hombre”, se asegura haber oído decir alguna vez en el mítico local falangista de Pez 21).
Desde esta nueva perspectiva, será la armonía entre los hombres de España quien traiga consigo la paz y la unidad entre sus tierras y sus clases, por mantener la clásica tripartición joseantoniana. Esta armonía natural depende, no obstante, del hallazgo de una propuesta que los enrole, a todos o a la inmensa mayoría de ellos, en una causa común con absoluta libertad y convicción. Hay quien busca la clave de bóveda en un pasado histórico compartido, en la invocación de una pretendida esencia española o, directamente, en el “porque sí”. Pero el falangista, a la mejor manera de Ortega, ha de fijar la mirada en el porvenir. Y su propuesta ha de ser inequívoca. No hay otra vía para promover los sentimientos de unidad y de armonía entre los españoles que la conquista de un tiempo nuevo, signado por el servicio a las personas. En una palabra, transformar España en una idea de futuro. Y no de cualquier futuro, sino del único que merezca la pena ser habitado. Un lugar donde la acción de gobierno quede férreamente comprometida por unos principios inalienables que, también poéticamente, los falangistas decimos “valores eternos”: Libertad, Dignidad e Integridad.
La España falangista constituirá, en definitiva, una comunidad de hombres y mujeres libres, sin otra vocación, expresa u oculta, que la instauración y defensa de la Dignidad y la Justicia en sus formas más radicales. Estos valores no sólo son eternos. También son universales y, a esa universalidad, se fía la unidad y convivencia armónica marcadas como horizonte político aquel pujante 29 de octubre de 1933.
Falta, ya siempre faltará, la mente preclara de José Antonio para concretar los términos por los que discurriría, hoy, el discurso fundacional de la Comedia. Carecemos, también, de la presencia formidable de aquel hombre en el estrado, para dictarlo con el aplomo de la primera voz poética de la Falange. Pero, con completa honestidad, en octubre de 2015 las trazas de su intervención no habrían de alejarse demasiado de este guion. De otra forma, por elisión del principio elemental de la racionalidad contextual, habríamos malinterpretado dramáticamente el fondo del mensaje para memorizar -durante generaciones- apenas su bellísima factura.
Falange Auténtica
Artículo publicado en la Gaceta de la Fundación José Antonio Primo de Rivera – nº 64 – 31 de octubre de 2015