Teóricamente, y así debería de ser en la práctica, el Tribunal Constitucional es el garante de la legalidad constitucional de las propias leyes, es decir, de su adecuación a la misma o, dicho de otra manera, de que lo dispuesto en las leyes de inferior rango, que son todas las demás, no sea contrario ni vulnere la normativa constitucional.

 

También teóricamente, y así debería de ser en la práctica, el Tribunal Constitucional, al igual que el resto de los Tribunales, ha de ser independiente y sometido exclusivamente al imperio de la ley, al margen de mediatizaciones del tipo que sean.

 

En concreto el Tribunal Constitucional tiene como competencias, primero el conocer acerca del recurso de inconstitucionalidad, o lo que es lo mismo declarar la constitucionalidad o inconstitucionalidad de leyes y disposiciones normativas con fuerza de ley; en segundo lugar, solventar los recursos de amparo que se le presenten por presunta violación de los derechos y libertades constitucionales; por último, resolver los posibles conflictos de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas, y de estas entre sí.

 

Sin embargo, y ésta es una de las maldades del sistema, los intereses partidistas lo mediatizan todo. El resultado de ello es que los magistrados constitucionales están donde están no sólo por su condición de juristas de reconocido prestigio, con más de 15 años de ejercicio profesional, sino porque responden a posiciones políticas determinadas y, de alguna manera, porque siguen las instrucciones de los partidos, que son los auténticos amos de la vida política.

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Con este nombre se emite, actualmente, un programa en la televisión autonómica madrileña en el cual dos concursantes se enfrentan en una dura competición para, al final, uno –el perdedor- abandonar el programa y otro –el vencedor- continuar participando en el mismo.

 

La dinámica del juego consiste en ajustar al máximo unas operaciones matemáticas y en encontrar la palabra más larga y acertada utilizando para ello unas letras determinadas.

 

Al concurso televisivo le ha surgido últimamente un duro competidor: la guerra de manifestaciones.

 

Este bochornoso espectáculo también cuenta con dos contrincantes –el Partido Popular y el Partido Socialista Obrero Español- y, como si de la entretenida emisión se tratase, se enfrentan también con cifras –para ver cuántas personas caben por metro cuadrado de asfalto, cuántas banderas se ondean al cielo madrileño y, en la prueba reina, cuántas personas llevan uno y otro a manifestarse a su lado- y con letras –ver quién hace el eslogan más rebuscado, la frase más impactante o quién busca la palabra más precisa para diferenciarse, separarse y, finalmente, vencer al contrario-.

 

Todo esto nos importaría muy poco si no lo hiciesen con la excusa y bajo la farsa de recordar a las víctimas del terrorismo y de acabar con la violencia etarra. La denigrante imagen que están dando los dos partidos mayoritarios –y otros menos mayoritarios- con la colaboración de diferentes asociaciones y colectivos y, cómo no, contando con el inestimable apoyo de los periodistas y medios de comunicación afines a uno u otro bando, nos parece, además de inmoral y maliciosa, una prueba de nula actitud democrática y de una falta absoluta de respeto hacia el conjunto de los ciudadanos que formamos España.

 

En ningún momento se ha visto el más mínimo atisbo de acercamiento, en ninguna de las convocatorias se ha perseguido el acuerdo de ambas partes y en ninguna de las declaraciones de ambos competidores se ha puesto por delante del interés partidista el interés general del pueblo español y de sus víctimas.

 

Falange Auténtica ha estado presente en todas y cada una de las manifestaciones convocadas para honrar a las víctimas del terrorismo –Barcelona, Bilbao, Pamplona, en todas las de Madrid; sí, en todas, también en la del 13 de enero convocada por UGT, CC.OO. y las asociaciones de ecuatorianos y en la última del pasado sábado día 3 promovida por el Foro de Ermua…en todas- y, aunque se le ningunee y se intente ocultar su presencia, seguirá acudiendo con sus pancartas, sus lemas y a pecho descubierto para homenajear a las víctimas y para plantarle cara a ETA.

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Con respecto a las menciones por parte de la COPE hacia nuestro partido, y sin ánimo de coaccionar a la libertad de prensa y opinión, me gustaría hacer unas breves consideraciones.
Somos muchos los que nos hemos dado cuenta de que la Cadena Cope se ha erigido como la vanguardia del PP. Son las tropas de asalto que el PP tiene para ir reconquistando el poder que, por culpa de los afanes de grandeza de Aznar, perdieron el 11 M. Es una opción que los directivos de esa cadena están permitiendo, pero deben también asumir la responsabilidad de sus declaraciones y de su partidismo.

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El estatuto de autonomía de Cataluña, en su disposición adicional tercera, obliga a que el Estado invierta en la comunidad durante siete años una determinada cifra que se calcula con relación al Producto Interior Bruto, creando para ello una comisión bilateral. Rápidamente, otros estatutos siguieron el ejemplo de asegurar una determinada inversión estatal en sus comunidades, pero estableciendo en cada caso el criterio que les garantizara el máximo beneficio: en el proyecto para Andalucía que se va a someter el próximo mes a referéndum se calcula en relación con la población de la región, en Baleares se cuantifica directamente en 3.000 millones de euros en diez años, en la propuesta de Castilla-La Mancha se fijaría en relación con la superficie de territorio...

No le faltaba razón al vicepresidente Solbes cuando se quejaba de que, de seguir la tendencia, la confección de los presupuestos generales del Estado se acabará pareciendo a la resolución de un complicado sudoku.

Pero el problema, ahora, será cómo poner fin a este despropósito sin incurrir en el agravio comparativo. Parece que desde el gobierno central se quiere evitar que nuevos estatutos fijen cuál ha de ser la inversión estatal en sus respectivas comunidades autónomas, pero ¿con qué argumento se les dirá que no a las demás cuando a Cataluña y Andalucía ya se les ha dicho que sí?

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Siempre podemos sacar enseñanzas de las distintas cosas que nos pasan en la vida, tanto a nivel personal como social. La escuela de la vida es un libro abierto y dispuesto a dejarse penetrar por todos los que, con un espíritu inquieto y abierto, quieran bucear entre sus enseñanzas. Lo que ha pasado con el asunto de Air Madrid es un ejemplo de ello. Una de las enseñanzas que podemos sacar es el nivel de importancia que la ciudadanía tiene en las decisiones políticas y económicas del sistema actual.

 

Pese a las reiteradas quejas de miles de usuarios, se le concedió a la compañía aérea Air Madrid la renovación de su licencia. De todos es sabido el nivel de riesgo que uno de estos vuelos baratos tiene: pagas menos a cambio de soportar varias horas de retraso, pero Air Madrid superó lo permisible cuando esas horas se transformaban en hasta 120 horas de retraso. Evidentemente es algo inadmisible. Hasta ahí todo bien. La irregularidad aparece cuando, sabiendo este historial, se le renueva la licencia. Cuando esperan hasta las fechas navideñas para hacer pública la amenaza de pérdida de la licencia, con lo que los proveedores de la compañía dejan de suministrar sus servicios y se anulan las líneas de crédito. Entonces, vista la situación, la compañía echa el cerrojo.

 

Todo esto, así contado, parece una de las tantas intervenciones del gobierno, pero el problema es que todo esto tiene un rostro: el de las personas afectadas. Muchos de ellos, inmigrantes que querían pasar las vacaciones navideñas con su familia. Algunas de ellas habían ahorrado durante varios años para poder tener este ansiado encuentro. Es por ello que nos preguntamos: ¿importamos los ciudadanos para algo en las decisiones que se toman?

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