Teóricamente, y así debería de ser en la práctica, el Tribunal Constitucional es el garante de la legalidad constitucional de las propias leyes, es decir, de su adecuación a la misma o, dicho de otra manera, de que lo dispuesto en las leyes de inferior rango, que son todas las demás, no sea contrario ni vulnere la normativa constitucional.
También teóricamente, y así debería de ser en la práctica, el Tribunal Constitucional, al igual que el resto de los Tribunales, ha de ser independiente y sometido exclusivamente al imperio de la ley, al margen de mediatizaciones del tipo que sean.
En concreto el Tribunal Constitucional tiene como competencias, primero el conocer acerca del recurso de inconstitucionalidad, o lo que es lo mismo declarar la constitucionalidad o inconstitucionalidad de leyes y disposiciones normativas con fuerza de ley; en segundo lugar, solventar los recursos de amparo que se le presenten por presunta violación de los derechos y libertades constitucionales; por último, resolver los posibles conflictos de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas, y de estas entre sí.
Sin embargo, y ésta es una de las maldades del sistema, los intereses partidistas lo mediatizan todo. El resultado de ello es que los magistrados constitucionales están donde están no sólo por su condición de juristas de reconocido prestigio, con más de 15 años de ejercicio profesional, sino porque responden a posiciones políticas determinadas y, de alguna manera, porque siguen las instrucciones de los partidos, que son los auténticos amos de la vida política.