Hay muchas formas de entender el nacional-sindicalismo.
Una de ellas es la postura testimonial. Consiste básicamente en la defensa a ultranza de todo el aparato teórico planteado por José Antonio durante la etapa fundacional, generalmente con la exclusión de las aportaciones debidas a quienes compartieron con él aquella tarea histórica. Esa fidelidad a la letra por encima del espíritu de las palabras está abocando a un distanciamiento entre el nacional-sindicalismo y la sociedad. Sencillamente por el hecho de que la España de hoy se asemeja muy poco a la que ellos vivieron, y padecieron, en la década de 1930. El testimonio falangista es el conservadurismo falangista y para él no queda otro horizonte que mantener alzada la bandera sin reparar, quizás, en que el aludido alejamiento de la realidad social hace que cada vez sean menos las manos disponibles para garantizarlo.
Esta Falange testimonial es inasequible al cumplimiento de la verdadera función para la que fue concebida, la Revolución, y se contenta con mantener una veneración a unos conceptos que el tiempo ha transformado en dogmas. Por lo demás, como todos los conservadurismos que han sido y serán en la historia de las ideas. El falangista testimonial es un hombre, en ocasiones bien intencionado, que busca un lugar donde vivir y expresar en camaradería “el espíritu militar y religioso de la Falange de José Antonio”. Es decir, han cometido el error infausto de hacer de la Falange un fin cuando debería ser un medio. Movidos por la autocomplacencia, que todo debe decirse aquí sin ahorro de autocrítica. Si la sociedad es incapaz de entender ese mensaje difícil e inactual, peor para la sociedad. De tal modo que el testimonio falangista conduce exactamente al punto en que hoy nos hallamos: la práctica desaparición del nacional-sindicalismo por su creciente desconexión de la realidad social. El conservadurismo falangista ha logrado transformar la Falange en un grupo de amigos mal avenidos. Después de lograr salir de la caverna de Platón los testimoniales no han hecho otra cosa que hallar una cueva nueva donde meterse.
La postura revolucionaria es su antagónica. No mira al pasado sino al presente y al futuro. La Revolución sigue siendo su gran tarea y comprende que, para llevarla a término, requiere de la participación de todos los españoles. Si la sociedad es incapaz de entender ese mensaje difícil e inactual, el mensaje debe ser revisado en profundidad. Y no nos referimos a una simple adecuación formal ni a un vuelco en el estilo de propaganda. La Falange revolucionaria no propugna el mercadeo de los principios básicos ni adjura de ninguno de ellos. Sin embargo, su dogmática es muy reducida en comparación con la postura precedente. Sus principios básicos y esenciales no pasan de tres, que son: la concepción del hombre como portador de los valores eternos y universales de la Dignidad, la Libertad y la Integridad humana; la Patria como concepto dinámico y, cabe repetirlo, la Revolución. Como hombres de su tiempo, tal como quería José Antonio, el punto de referencia de los revolucionarios no son los viejos textos de los que ya han extraído lo fundamental, que es esta terna a la que se acaba de aludir. Su referente es la sociedad española del siglo XXI y su única convicción la certeza en que el sistema económico y político del nacional-sindicalista es la solución a los males políticos y económicos que asolan a España y a los españoles.
No se trata, tampoco, de adoptar alguna forma de “aggiornamento”, ni de hacer esfuerzos para sintonizar con las corrientes políticas y sociales de nuestro tiempo. El nacional-sindicalismo es una alternativa radical a toda la oferta hoy existente. Debemos entonces insistir en la misma idea, en la necesidad de despojarse de todo lo accesorio -que es muchísimo- para centrarse en lo nuclear -que adolece de un escasísimo desarrollo teórico-. Cuanto más simple y menos exigente se presente el nacional-sindicalismo a la sociedad mejores serán sus opciones de reclutamiento ciudadano y mayores las posibilidades de éxito de la Revolución.
Finalmente, el nacional-sindicalismo debe diseñar de una vez por todas su estrategia revolucionaria. Podemos adelantar aquí que a los españoles ya no se les convence con palabras, con teorías, con Obras Completas ni con publicaciones web. Sólo los hechos pueden impactar en una mentalidad demasiado acostumbrada a las mentiras y las promesas incumplidas, a los grandes diseños de futuro que luego se quedan en nada. La Revolución debe hacerse a pie de calle y un poco cada día. Son muchos los falangistas que reclaman esa actuación callejera, de proximidad a la gente a la salida del supermercado o abriéndose un hueco a codazos en las manifestaciones convocadas por otros partidos o movimientos sociales, con riesgo de perder los dientes y la dignidad apenas desplegada su pancarta o asomada una bandera. Ocurre que es esta una estrategia tan estéril como torpe y que, de nuevo, destila autocomplacencia y deseos de respetabilidad por los cuatro costados. El origen del problema es exactamente el mismo que hemos venido considerando hasta ahora: la tentación testimonial. Porque, como bien dejó escrito el maestro Ortega, “el esfuerzo inútil conduce a la melancolía.”
Se equivocan. Lamentablemente. La estrategia nacional-sindicalista ya no puede ser otra que la unificación de esfuerzos para trazar un tejido de micro cooperativas de producción y de consumo que de la batalla al capitalismo en su misma base, que es el mercado. Empresas cuya propiedad sea de sus socios-trabajadores y que sepan posicionar sus productos bajo la etiqueta de la economía ética, aquella que es respetuosa con el medio ambiente, con los derechos de los trabajadores y con la necesidad imperiosa de generar empleo en un país azotado por el paro desde hace ya demasiadas décadas.
Fuera de esto todo es poesía, que no sabemos exactamente qué es lo que promete.
Juan Ramón Sánchez Carballido