Por Carlos Javier Galán

No soy dogmático y creo en el derecho de todo el mundo a evolucionar o a cambiar honradamente de opiniones, de ideología y de creencias. Sin embargo, confieso que no puedo evitar cierta sensación de sospecha, cuando no de abierta repugnancia, ante quienes lo hacen siempre casualmente hacia el sol que más calienta y mucho más si lo hacen a golpe de talonario.

Yo tenía 19 años cuando Felipe González convocó el referéndum de la OTAN y era la primera vez que tenía derecho a votar. Hice campaña por el no y voté contra la permanencia de España en esta organización militar. Y perdimos. A pesar de las encuestas favorables y por estrecho margen, pero perdimos.

 

El PSOE, que durante décadas había defendido argumentadamente el rechazo a la pertenencia de España a cualquiera de los dos grandes bloques entonces enfrentados, cambió de opinión ante el referéndum y en la campaña defendió el sí, como es conocido.

 

Ingenuo de mí, yo pensé que, sin embargo, sería indecente que todos los que hasta entonces se habían opuesto a la permanencia de nuestro país en la Alianza Atlántica le acompañasen en ese oscuro cambio de parecer. Suponía que, si un político cambiaba de postura, aquellos medios de comunicación y organizaciones sociales que hasta entonces habían defendido con sus propios argumentos el rechazo a la OTAN, mantendrían ese criterio propio y no perderían el culo para seguir sumisamente los dictados del gobierno y desdecirse a la vez que González.

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Por Juan Fº Glez. Tejada

A los que aman España y tanto la achuchan que la rompen, tanto la abrazan que no le ven la cara.

El otro día unas compañeras de trabajo, buenas personas, excelentes trabajadoras y mejores madres, me llamaron esperando encontrar en mí un apoyo a su actitud, un apoyo a la indignación que sentían porque a sus hijos les iban a hacer vestirse a uno con el traje de pagés típico de Cataluña y al otro de vasco y creo que tenía que bailar un aurresku (estamos hablando de colegios de Madrid). Esa indignación me llenó de profunda tristeza.

Ellas conocen mi marca falangista. De lo que no se acaban de convencer, de lo que no se acaban de enterar (la difamación es más fuerte incluso que la información que proporciona la amistad) es del contenido de esa marca.  Por eso esperan encontrar en mí esos exabruptos, por desgracia cada día más extendidos, contra lo catalán o contra lo vasco.

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Por Carlos Javier Galán

Esto me lo tengo que hacer mirar. Resulta que el otro día estuve de acuerdo ¡¡¡con Carod-Rovira!!!

 

Me estoy refiriendo al programa de TVE Tengo una pregunta para usted y que alguien dijo que, dada la afición de los políticos a no salirse del guión preestablecido, debería titularse Tengo una respuesta para ustedes.

 

Ni que decir tiene que, obviamente, no estuve de acuerdo con su planteamiento independentista, no estuve de acuerdo con el tono abrupto que adoptó en varias ocasiones, ni con su postura de victimismo, ni con su visión excluyente de Cataluña, ni por descontado con su afirmación de que la ilegal Batasuna representaba una "vía estrictamente política (mi concepto de política es menos amplio que el de Carod-Rovira y no incluye la extorsión, la amenaza al que piensa diferente, el matonismo o la sumisión a las órdenes de una banda armada…). Yo sí hubiera tenido alguna que otra pregunta para el líder de Esquerra diferente de las que se le formularon.

 

Pero sí compartí -y a mí me preocupó, a él le dio argumentos- algo que se puso de manifiesto en el programa: que en muchas zonas de España existe desconocimiento y hasta desprecio hacia la identidad, la cultura y la lengua catalanas. Ésta es una cuestión que de vez en cuando comentamos mi amiga Belén (que es de Lleida, residente en Madrid desde su infancia, de padre andaluz y madre catalana) y yo, generalmente acompañados de unas cañas delante. Belén es lo más lejano que pueda uno encontrarse a un nacionalista catalán, pero es conocedora y defensora de una identidad que sigue considerando propia. Y cuando me cuenta algunas de las tonterías que ha tenido que escuchar desde niña, siempre me parece de vergüenza ajena. La verdad es que uno entiende la incomodidad que se debe de sentir, sobre todo cuando ciertas afirmaciones sobrepasan los límites de los habituales chistes de estereotipos –que pueden ser hasta divertidos en ocasiones- y entran de lleno en lo que constituye en serio la forma de pensar de la gente –que no tiene nada de divertida-.

 

Cierto es que todo esto, en Carod-Rovira, no es más que una excusa. Y sospecho que tanto le daría si todos los españoles sin excepción fuéramos unos profundos conocedores y amantes de la identidad, la cultura y la lengua catalanas. Pero es posible que en muchos catalanes de a pie –que es lo que a mí me importa- esa sensación de incomprensión sí sea justificada. Y espectáculos como el que presencié el otro día ante la pantalla de televisión no creo que ayuden mucho a que esto cambie. Máxime cuando, desde determinados medios informativos, luego se justifica y hasta se jalea esa exhibición de ignorancia y de desdén hacia otros compatriotas.

 

Es cierto también que algunos ciudadanos y políticos catalanes, singularmente los que adoptan posturas ultranacionalistas, se ganan a pulso con sus actos y gestos la antipatía de los demás, pero no parece razonable que acaben pagando justos por pecadores. Me molestan mucho los separatistas, sí, pero también me molestan mucho los separadores.

 

- Buenas noches. D. José Luis... -le dijo con intención el invitado-.

 

- Perdón, yo me llamo Josep Lluis.

 

- Bueno, es que yo no entiendo catalán.

 

- Es que no hace falta entender catalán. Yo me llamo como me llamo aquí y en la China Popular y en la otra...

 

- Me da igual.

 

- ... Y usted, perdone que se lo diga, no tiene ningún derecho a modificar mi nombre. Yo me llamo Josep Lluis, no me llamo de otra forma.

 

- Bueno, pues Carod Rovira o como quiera usted.

 

- No, no como quiera llamarme: como me llamo.

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Por Carlos Javier Galán

Pues no, no voy a hacer especulaciones sobre si creo que los padres de Madeleine McCann están o no implicados en la desaparición de su propia hija. Lo siento si alguien se decepciona. Ni siquiera estoy informado de la mayor parte de detalles –verdaderos o falsos- que sobre este caso han ido publicando los medios de comunicación.

 

A mí lo que me llama poderosamente la atención es el inusual tratamiento informativo del mismo.

 

En España, sin ir más lejos, hay actualmente 1.200 casos abiertos de menores desaparecidos. El último que yo recuerdo es el de Yeremi José Vargas, un niño de siete años desaparecido en Gran Canaria hace algunos meses. Los padres de Yeremi no tienen contratado jefe de prensa. Tampoco cuentan con los servicios del despacho de abogados que libró a Pinochet de la extradición. Ningún millonario les ha hecho un donativo para la búsqueda de su hijo. No han sido recibidos por el Papa. Ni siquiera se han entrevistado con el Ministro del Interior español. Y a la puerta de su casa no hay enviados especiales de medios informativos de todo el planeta.

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Por Fátima Asso

Lo llaman recuperación del legado andalusí. Bajo esa folclórica etiqueta, profusamente promocionada durante los últimos años en España en general y en Andalucía en particular, el lobby musulmán Liderazgo Islámico Mundial ha confeccionado su lista de reivindicaciones. Lo ha hecho en un congreso celebrado en Córdoba con todos los elogios oficiales del Gobierno pro islámico de ZP y de la Junta de Andalucía, también socialista. Representando a ambos han estado, respectivamente, la directora general de Asuntos Religiosos del Ministerio de Justicia, Mercedes Rico, y el responsable de Acción Exterior de la Junta de Andalucía, Pedro Moya, los dos, también socialistas.

 

La puesta al día del legado andalusí consiste, básicamente, en conseguir que España sea musulmana empezando, por supuesto, por la actual población islámica residente en España. Una población que aumentaría de manera notable si se concediera una de las principales reivindicaciones: conceder la nacionalidad española a los descendientes de los andalusíes, es decir, a los descendientes de los musulmanes expulsados de España a principios del siglo XVII.

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