"No hay trauma más insuperable que la pérdida de un hijo, lo que aún se agrava más cuando existe la duda de si realmente murió", afirmaba un conocido psiquiatra forense, con motivo de la celebración de un encuentro entre personas afectadas por la desaparición de hijos en hospitales en nuestro país, desde los años 40 hasta los años 90.
Y empleo bien el término, "desaparición", porque no hay rastro de esos recién nacidos que fallecían al poco del alumbramiento en extrañas circunstancias, después de un parto normal y sin complicaciones, a los que una enfermera o asistente se llevaba rápidamente para indicar a la madre, que en muchas ocasiones daba a luz sin la compañía del marido ni de ningún familiar debido a la organización del trabajo y de las comunicaciones en aquellos tiempos, que el niño había muerto, y que "está, como otros angelitos, con el Señor". Por supuesto, ningún familiar podía ver al niño ni encargarse del entierro, por mucho que tuvieran un panteón familiar: a la criatura la enterraba el hospital en una fosa común de la que, que en muchas ocasiones, los padres desconocían los datos, de modo que no pudieron llevar flores ni rezar a ese bebé supuestamente fallecido.