Por Alonso Goya
Cae la noche en las afueras de Buenos Aires. Un sucio y oscuro apeadero, rodeado de descampado y villas miseria, se encuentra abarrotado de mayores, maduros y niños con ropas harapientas. Todos tienen en sus manos llenas de mugre algún artilugio que les servirá para desarrollar con mayor éxito o con un poco de menos esfuerzo la dura jornada de trabajos forzados -forzados por la necesidad de comer- que ahora comienza.
A la lejanía se acerca el tren emitiendo un pitido ensordecedor, el mismo que emitirá cada vez que pase por un apeadero o por una estación -éstos sí "normales"- para avisar de que no parará ya que se trata del tren de los cartoneros.
Cuando llega al apeadero apenas da tiempo a que se detenga del todo; cientos de seres humanos se lanzan como una jauría para poder agarrar el medio de transporte que le dejará en su "lugar de trabajo, las oscuras calles de la ciudad porteña. Se agolpan, se aprietan; uno no sabe si lo hacen para que quepan más o para resguardarse del frío, ya que el convoy no lleva cristales en las ventanas ni puertas y el invierno en Buenos Aires es duro.
Y así, como si de un tren de leprosos se tratase, atraviesa a toda velocidad y siempre acompañado del ensordecedor pitido parte de la provincia de Buenos Aires, hasta llegar a su estación de destino en Capital Federal donde les espera una noche de esfuerzo y de penurias.
Esta palabra, cartoneros, que podría perfectamente ser el título del último éxito cinematográfico del director de moda o el nombre de una banda de rock, en realidad es la ocupación de más de 10.000 personas en el Buenos Aires del siglo XXI.