España (datos de Cáritas) tiene un 22,7 % de ciudadanos que viven por debajo del Nivel de la Pobreza, es decir nueve millones de españolitos y españolitas que se levantan, cada día, sin saber cómo ni qué se llevarán a la boca; esto, unido a que de cada 100 españoles ¡21 están en paro! debería producir estupor en cualquiera conciencia decente.
Por si esto fuera poco contemplamos diariamente el “drama de la inmigración”, especialmente la subsahariana que, a mayor abundamiento, es aprovechado por la extrema derecha para difundir un mensaje racista y discriminatorio de populismo indecente y de fácil calado que cada vez infecta más a nuestra sociedad.
Atravesamos también la mayor crisis económica de la Historia, una crisis piramidal que invade el mundo y que es consecuencia del actual modelo civilizatorio. No se trata de un accidente económico de carácter coyuntural sino, desde mi punto de vista, del final de un sistema socioeconómico mundial injusto, obsoleto y fracasado.
Cuando en los años 70 la tasa de rentabilidad se vino abajo, las democracias occidentales apostaron por una economía neoliberal en la que vivimos instalados durante casi tres décadas; con esta política, (al margen de otras consideraciones ideológicas y morales) lo cierto fue que las tasas de rentabilidad se recuperaron significativamente y se inició una etapa de prosperidad así como un repunte de la tasa de beneficio del capital, compatible con un importante desmantelamiento industrial que incentivó el desvío de capitales a dinámicas ajenas a la generación de empleo o a la inversión en sectores no industriales por lo que se desaprovechó una extraordinaria oportunidad de contribuir a una prosperidad general.
El intenso modelo de crecimiento español vivido entre los años 1.995 y 1.997 se sostuvo bajo la extensión de un empleo de bajos costes, precariedad y derechos limitados. La inversión en construcción fue el motor del crecimiento económico, con efecto arrastre en actividades de servicios como la intermediación financiera, las inmobiliarias y las telecomunicaciones.
Esa “inversión refugio” en el sector de la construcción residencial albergaba flujos de capital que huían de la deuda externa internacional que amenazaban con impagos y todo ello en un contexto de política monetaria expansiva con tipos de interés reales muy bajos y con una banca que propició una concesión de crédito en extremo permisiva. Hasta el inicio de la crisis, el sistema financiero hizo iniciativas de alto riesgo, para obtener masas de beneficio con bajos márgenes financieros, por lo que optó por conceder créditos de cualquier manera.
Pero la banca siempre gana, así que demandaba como garantía el aval de la propia vivienda hipotecada por lo que, en caso de impago, el hipotecado perdería su vivienda –que pasaba subasta- además, sin dejar de responsabilizarse de las deudas pendientes, convirtiendo a la banca en un gran propietario de inmuebles hasta el punto de que, en la actualidad, ya no sabe muy bien qué hacer con ellos.