No van a conseguir que les odie. Y no será porque no se esfuercen en conseguirlo. Y no será porque no le pongan afición y profesión a su labor de hacerse absolutamente aborrecibles.
Los intolerantes de siempre, atacando a los candidatos del PP o a los candidatos del partido de Rosa Diez o los intolerantes que atacasen, si alguna vez lo hicieran, algún mitin del PSOE o del PNV o de CiU, o del BNG, no van a tener el placer de que les odie, pero, eso sí, se han ganado a pulso mi desprecio más profundo y el rechazo a considerarles alguna vez interlocutores validos. Para intentar averiguar cuál es el mejor camino que en el futuro deberá recorrer nuestro pueblo, que es el suyo, aunque estén empeñados en romperlo y dividirlo, se han autoexcluido estos días unos cuantos energúmenos. Esos que sólo se expresan bien desde posiciones de odio y de agresión física y verbal, que desgraciadamente tienen de espontáneo o de irreflexivo lo que yo de lámpara de aceite.
Las doctrinas del odio han existido desde hace muchas lunas y, como las bondades de la tensión y la crispación, tienen un recorrido muy corto, aunque en ocasiones muy dañino. Nada nos es tan ajeno como el utilizar el odio como argumento político y nada es tan impropio del falangismo auténtico como el ataque irracional y chulesco al que piensa diferente que nosotros. En tantas ocasiones hemos sido victimas de la violencia embrutecida de quienes no es que no nos conozcan, sino que quieren que no nos conozcan los demás, que ahora sentimos la solidaridad con Rosa Diez, con María San Gil o con Dolors Nadal como algo casi íntimo. Algo así como un guiño cómplice y triste hacia estas compatriotas, que de repente deben entender un poco más, como se sienten los que antes de hablar ya han intentado obligarles violentamente a guardar silencio.