Miguel Angel Loma
Las víctimas andaluzas del terrorismo etarra no han sido pocas aunque pocos las recuerden; no me refiero a los políticos, que a ellos sí nos los recuerdan sus partidos, y hacen bien, sino a los militares, guardias civiles y policías, brutalmente asesinados en un tiempo en que sus muertes eran una especie de tributo que debíamos pagar para aplacar las iras de una raza superior eternamente agraviada. Fue un tiempo en que sin apenas oraciones ni funerales, los cadáveres de las víctimas eran remitidos a sus pueblos de forma vergonzante como si ellos fuesen los asesinos y no los asesinados. Un tiempo en que sus familiares carecieron de una palabra de consuelo de los gobernantes nacionalistas vascos, acostumbrados a administrar el silencio, la ambigüedad y la indiferencia ante la masacre de españoles étnicamente imperfectos. Un tiempo en que esa Francia, que ahora se rasga las vestiduras por el ascenso de Le Pen, era el santuario de los asesinos; Europa miraba para otro lado y Estados Unidos no había descubierto la solidaridad internacional que tan imperativamente nos reclama hoy. ¿Quién se acuerda ya de aquellas víctimas, muchas de ellas muy jóvenes, salvo sus familiares y amigos? No sé qué sucederá en los corazones de sus padres, de sus esposas, de sus hijos, cuando llegan las fiestas de su ciudad y toca divertirse. No sé si les quedarán a ellos alguna maldita gana de diversión o si se sienten culpables sólo con pensarlo.