Los recientes acontecimientos en el este de Europa ponen de manifiesto, una vez más, la inestabilidad de las fronteras existentes en esa zona del continente, tras el colapso del antiguo bloque comunista.
Los sucesos acaecidos en Ucrania llevaron a la caída del gobierno de aquel país, tras una revuelta popular orquestada por los partidos pro-occidentales, opositores al corrupto Presidente Yanukovich, que financiados por los Estados Unidos y la Unión Europea, precipitaron los acontecimientos no respetando el acuerdo que debería haber puesto fin al conflicto con un gobierno de unidad nacional, hasta la celebración de nuevas elecciones.
Yanukovich cometió el error de romper el proceso encaminado a firmar un acuerdo de asociación con la UE, como querían los sectores pro-occidentales radicados en el oeste del país, y reprimir las protestas de éstos duramente, en vez de haber defendido por métodos democráticos la idoneidad del pacto con la vecina Rusia. Mientras el proceso se aceleraba con la aparición de elementos ultranacionalistas que, cada vez más fuertes en las calles, no sólo vetaron cualquier posibilidad de acuerdo sino que arremetieron contra los sectores rusófonos de Ucrania y otras minorías nacionales y culturales radicadas en ese país.
Esa fue la razón esgrimida por Rusia para ocupar de facto Crimea y propiciar su anexión, valiéndose del miedo, y también del nacionalismo, de la población rusófona mayoritaria en la, hasta ahora, región autónoma de Ucrania.
Merece la pena detenernos en el papel de Rusia en este conflicto que, seguro, va a tener proyección en el panorama político europeo de los próximos años. Tras la afortunada caída de esa cárcel de pueblos y personas que fue la Unión Soviética, Rusia fue una nación titubeante que perdió, para muchos, el papel de potencia que se suponía le correspondía como principal heredera de la imperialista URSS. Los problemas económicos e institucionales, maniataron a los sucesivos gobiernos rusos y motivaron su pérdida de influencia exterior.
La Federación Rusa tuvo que ver como los Estados Unidos de América y sus aliados de la Unión Europea, no sólo extendían su influencia hacia el Este, sino que actuaban de forma humillante y provocadora, aprovechando su debilidad, como cuando se bombardeó a sus tradicionales amigos de Serbia, se separó a Kosovo de ésta, usando para ello un referéndum de autodeterminación o se atacó a Libia hasta derrocar al régimen allí instalado, otro aliado de Rusia en el sur del Mediterráneo.
Cierto es que los rusos dieron zarpazos que hacían recordar que el viejo oso seguía vivo, como la guerra de Transdniester en 1990, en defensa de los intereses de poblaciones rusas que habían quedado dentro de las fronteras de otros países, en este caso Moldavia, tras la caída de la URSS.
Y así llegó el momento en el que Rusia, a las órdenes del tándem Putin-Medvedev, reapareció como elefante en cacharrería, reforzada y segura de sí misma, expulsando manu militari a la República de Georgia de las pro rusas Osetia del Sur y Abjasia en 2008 o evitando con su presencia activa que sus aliados sirios no acabaran igual que en Libia, frente a una alianza contra natura de la OTAN con los yihadistas, en beneficio de los intereses del Estado de Israel .
Que Rusia es una potencia con la que hay que contar en Europa, es un hecho evidente. Pero una cosa es tratarles con respeto, algo que los EE.UU desconocen, y otra plegarse a sus intereses geoestratégicos por redibujar las fronteras de esa parte de nuestro continente. Europa es un complejo tablero de pueblos y naciones, algunas de cuyas partes quedaron tras fronteras que se han ido perfilando sucesivamente tras la caída del Imperio austro-húngaro, la 2ª Guerra mundial o la implosión de la URSS.
Esgrimir irredentismos nacionales, solucionables por la vía armada o del "referéndum de autodeterminación", nos llevaría a peligrosas situaciones como la recientemente vivida en los Balcanes o el Cáucaso, donde Rusia no realizó referéndums para ver que pensaban chechenos o daguestanos...
Ha corrido demasiada sangre en Europa por dicha causa y eso es algo que hemos de evitar. Ucrania tiene derecho a su independencia e integridad territorial, necesita vivir con seguridad y respetar la plenitud de los derechos de sus ciudadanos no pertenecientes al grupo nacional mayoritario. El recuerdo del Holodomor o genocidio ucraniano, cuando entre 1932 y 1933 los comunistas soviéticos asesinaron y mataron a hambre a tres millones y medio de ucranianos, sigue presente en la población de ese país. Pero cometerían un error envolviéndose en banderas nacionalistas para provocar y ofender a sus compatriotas de origen ruso.
Necesitamos una Europa de los pueblos, donde se respeten la libertades de las personas y la soberanía de las naciones. Si el socialismo del siglo XXI, mala copia del comunismo del XX, no es la alternativa al Capitalismo, tampoco debería serlo el nacionalismo exacerbado que considera enemigo al diferente y ya marca sus viviendas sea éste tártaro, judío, ruso o ucraniano...