Enrique Antigüedad
Tanto para los creyentes como para los que no lo son, el mandato divino (uno de los más asumibles por todos) de considerar a todos nuestros semejantes iguales, debería ser el motivo fundamental por el que oponernos al racismo.
Los españoles que se declaran racistas o que actúan como tales, además de burlarse del mandato divino, lo cual entra dentro de sus múltiples derechos, se burlan también de la propia esencia de su hispanidad. Y esto, burlarse de si mismos, otro de sus derechos, me suena a burla con mala leche, sobre todo si tenemos en cuenta que su "españolidad" y su afán de defenderla, es habitualmente el motivo que dan para justificar su racismo.
Tanto en el desarrollo de la conquista de los territorios que formaron el imperio español como en las muy anteriores etapas de la formación de la propia España, desde los primeros asentamientos fenicios y cartagineses, el mestizaje ha sido una constante en la formación del pueblo español. Mucho antes de que exista como tal el concepto de España ni por supuesto su realización política, ya ha comenzado y va viento en popa la mezcla racial.
En tiempos pasados el mestizaje apareció espontáneamente, originado por la profusa utilización de la violación primero en las campañas invasoras de quienes conquistaron España y después en las campañas de los propios españoles en las zonas por ellos conquistadas.
Posteriormente y a diferencia de otros pueblos imperialistas, como los de origen anglosajón, tanto los conquistadores de la península ibérica, como los conquistadores españoles, hicieron de la colonización un proceso en que se alternaba la formación de familias racialmente puras, con la formación de familias mixtas, constituidas por miembros de distintas razas y procedencia, con cuya descendencia se iban diluyendo las diferencias raciales, hasta extremos que, por ejemplo en Andalucía han llevado a que no se pueda distinguir qué andaluces tienen sangra árabe en sus venas y cuales no. Este fenómeno que seguramente pesa a los racistas del PNV y a otros nacionalistas periféricos o españolistas, igualmente obtusos, se ha extendido tanto a lo largo y ancho de la península, que tenemos rubios esparcidos desde la Coruña a Málaga y morenos agitanados desde Cadaqués a Huelva. De igual manera, contemplamos este fenómeno en América con la aparición de todo tipo de mestizos, cuya superioridad numérica sobre los habitantes de origen étnico puramente español o netamente indígena, demuestra que el mestizaje, lejos de ser anecdótico constituyó la tónica predominante en el trato entre los colonizados y los colonizadores.
Esta simplificación no pretende ser una justificación del imperialismo español, sino una desapasionada exposición de la realidad, y en ella no se puede apreciar que haya un tinte de exaltación de lo español, ya que se debe reconocer, debemos reconocer los españoles sin avergonzarnos, que una parte importante del mestizaje que nos caracteriza en América, surge de actitudes indefendibles, como son la violación de la población autóctona femenina que después continuó con la mezcla, casi seguro que también forzosa, de las mujeres que como esclavas fueron traídas de África para sustituir a los indios demasiado poco acostumbrados al trabajo para poder atender a las demandas de los hacendados americanos. Sin embargo y de una u otra forma, el hecho es, que de estos abusos, así como de la política española, muchas veces incumplida por los colonos de otorgar a los indígenas iguales derechos que a los nacidos en España, la composición de la población de los países colonizados por España se ha conformado como la más mestiza de todo el mundo. Este mestizaje que se trajo a España en muy pequeña medida, había sido, sin embargo, también una constante en los tiempos de la formación de España, como ya se indicó y es característico de los pueblos conocidos como latinos.
Si de culturas hablamos la cosa no es muy distinta. Los avatares de la política, que en ocasiones han deparado barbaridades como la expulsión de los moriscos, que entre otras cosas hirió de muerte a la agricultura en la península, o la no menos vergonzosa conversión por incineración de buena cantidad de judíos o protestantes españoles, no puede cegarnos tanto como para no apreciar que en pocas, por no decir ninguna nación moderna de Europa, se han dado tal cantidad de periodos de convivencia de distintas culturas como en el territorio de lo que terminó llamándose España. Esto es lo que nos ha hecho ser como somos. Tantos son los afluentes que convergen en el cauce que hoy forma la hispanidad que intentar canalizar ahora ese cauce e impedir, ya sea la mezcla racial o la influencia cultural con otros pueblos, sería romper con uno de los mayores factores de riqueza de nuestra cultura materna, que es española precisamente porque no es ni tartesa, ni ibera, ni celta, ni fenicia, ni cartaginesa, ni romana, ni visigoda, ni árabe, ni bereber, ni gitana, sino un delicioso gazpacho guisado con todos estos ingredientes y otros muchos más y que cuando cruzó el Atlántico, todavía incorporó para mayor grandeza de la hispanidad, matices y sabores caribes, aztecas, araucanos, africanos y quien sabe que más aderezos culturales que hoy nos recuerdan que la mezcla no tiene porque acabar, porque de ella viene la riqueza de nuestra cultura y por qué no, también la afirmación de nuestra propia identidad nacional.
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Ha quedado dicho que el racismo desde el punto de vista sociológico es un ejercicio de antiespañolidad puesto que implica desconocer y despreciar la historia de la formación del pueblo español a través de los tiempos.
También es correcto decir que el racismo es un ejercicio de antiespañolidad por otro motivo bien distinto.
La realidad demuestra que la mayor parte de las actitudes racistas en nuestra España, son originadas por el egoísmo y el temor a perder alguna de las ventajas del estado del bienestar que hemos ido adquiriendo. El planteamiento defensivo del racista, casi siempre empieza con "yo no tengo nada contra ellos, pero vienen aquí y nos quitan el trabajo y no pagan impuestos y eso sí que no lo tolero".
Esta justificación del racismo curiosamente no se aplica contra los escandinavos o anglosajones, que no necesitan ningún permiso de trabajo, para competir con nosotros, ni tampoco con los empresarios que invierten en España pensando que es Somalia y que aquí se puede explotar a los trabajadores, defraudar a Hacienda y vacilar a la Seguridad Social impunemente. Estos planteamientos van dirigidos normalmente contra los hispanoamericanos que trabajan mayoritariamente en el servicio domestico, contra los magrebíes que malviven en la construcción o la agricultura y los gitanos y africanos que venden en mercadillos y puestos ambulantes.
El motivo por el que se ataca a los inmigrantes y por el que se adoptan actitudes racistas es el egoísmo, el miedo a la perdida de un nivel de vida adquirido. Y esta perdida sólo ocurre en los casos en los que se permite la explotación de los inmigrantes, que viniendo a España, en muchas ocasiones para evitar, literalmente el hambre, se dejan explotar por un plato de lentejas, lo cual es como mínimo comprensible. Culpar al inmigrante de esta situación es estúpido, puesto que el culpable de la explotación no es nunca el explotado, sino el explotador y algo tan sencillo como eso parece no ser comprendido por los adictos a la xenofobia.
De igual manera se vuelve la mirada hacia otro lado cuando se culpa en exclusiva a los países pobres de su miseria, que en demasiadas ocasiones se ha originado por la explotación colonial de muchos de estos países y por el apoyo desvergonzado de las potencias mundiales a todos aquellos gobiernos que aunque masacrasen a su pueblo con hambre y guerras les convenían a sus intereses comerciales.
Estas formas de egoísmo que hemos visto, son el resultado de una estructura mundial que ha consagrado como valores primordiales el individualismo y el ánimo de lucro, conceptos muy arraigados entre los anglosajones, pero no tan habituales hasta hace poco en los hispanos. Cuando adoptamos estos valores como propios, es cuando surge el verdadero racismo, que es peor que el de los “skin-heads”, que no son más que un subproducto aberrante del capitalismo, que en su no dar opciones a los jóvenes, les empuja a todo tipo de equivocaciones, ya sean estas las drogodependencias o las actitudes de violencia compulsiva en las que se busca ardientemente un enemigo en quien verter la propia frustración.
El verdadero racismo peligroso es el de los ciudadanos normales, el que permite a un individuo a la vez llenarse la boca de palabras como igualdad o solidaridad y luego no mover un dedo contra los desmanes del Fondo Monetario Internacional o del Banco Mundial, que con sus fórmulas neoliberales han empujado a Europa a cientos de miles de inmigrantes, que han quedado fuera de juego en sus países de origen. Es el racismo peligroso del que no se molesta en comprobar quienes son los beneficiados por fenómenos como la deuda externa del tercer mundo o de la expansión desmedida de las multinacionales que no dudan en organizar o propiciar guerras para después poder acceder a los contratos de reconstrucción de los países devastados por las armas, por cierto, también vendidas por ellos.
Este fenómeno que tiene un nombre, capitalismo, es el origen de la mayor parte de los racismos y dado que es un sistema inhumano, si reconocemos, como lo hago yo, que la mayor parte de los españoles son seres humanos, podremos afirmar una vez más que el racismo traído de la manos por el individualismo capitalista es, sin duda, por inhumano, un fenómeno antiespañol.