Pedro Miguel López Pérez
En el Evangelio de San Juan (10, 11-12) leemos: "Yo soy el buen pastor; el buen pastor da su vida por las ovejas. El que no es pastor dueño de las ovejas, ve venir al lobo, deja las ovejas y huye; y el lobo arrebata y dispersa las ovejas".
Los obispos y curas vascos, los primeros con su carta pastoral, los segundos con su escrito de apoyo, han demostrado no tener miedo del lobo, pero no porque sean valientes y cuiden bien al rebaño que les ha sido asignado, sino porque se han convertido en verdaderos maestros en el arte de domesticar alimañas. No olvidemos que ETA nació en un seminario.
Los obispos y curas vascos, haciendo caso omiso a los mandamientos, desoyendo las bienaventuranzas, especialmente la que reza "bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios", se han colocado abiertamente al lado de los asesinos, de los verdugos y sus cómplices. Han olvidado la misión que Jesús encomendó a sus discípulos, cuando les dijo "Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se desvirtúa ¿con qué se la salará?. Para nada aprovecha ya, sino para tirarla y que la pisen los hombres" (Mt 5,13). Hoy, con pena, comprobamos que efectivamente esa sal se ha desvirtuado, que ya no sirve más que para ser pisoteada. No puede ser católico quien olvida que el mensaje de la Iglesia es y debe ser universal, porque Cristo vino a redimir a todos los hombres sin excepción. No a unos más que a otros, mucho menos a criminales que se erigen en dueños y señores de miles de vidas humanas.
No es de extrañar que cada vez más creyentes se sientan desorientados, sin rumbo. Esperan el apoyo y el consejo de sus pastores y se encuentran con fariseos e hipócritas que, lejos de ser ejemplo de vida cristiana, prefieren ignorar las enseñanzas de la propia Iglesia, atentando incluso contra los diez mandamientos. Así, a pesar de lo que dicen el sexto y el noveno mandamiento, últimamente nos hemos encontrado con sacerdotes que han cometido abusos sexuales. Para otros no existen más paraísos que los fiscales, contraviniendo de esta manera los preceptos que recogen el séptimo y el décimo mandamiento. Pero la gota que colma el vaso viene a ser el caso que nos ocupa: obispos y curas que se saltan a la torera el imperativo "¡No matarás!, y que amparan, alientan y jalean a quienes sienten un desprecio total y absoluto por la vida.
Esto no puede seguir así, la jerarquía eclesiástica no puede inhibirse constantemente, debe tomar decididamente cartas en el asunto. A los creyentes no nos puede quedar el único consuelo de la iglesia misionera, esa que predica con el ejemplo, que lucha por acabar con la pobreza, la miseria y las injusticias. El mensaje de la Iglesia tiene que ser coherente, no podemos permitir que mientras unos pastores atienden a su rebaño, se preocupan por él, e incluso llegan a dar su vida, unos cuantos desalmados justifiquen las crueles acciones de las alimañas.