por JoséMª García de Tuñon Aza

Todos los expertos coinciden en decir que se han escrito más libros sobre nuestra Guerra Civil que sobre la última Guerra Mundial. Dentro de nuestra patria se ha editado algo menos sobre la Segunda República que trajo, como unos de los principales episodios históricos, la Revolución de Octubre y el Frente Popular. La primera, según Gustavo Bueno, «equivalía al principio de una guerra civil preventiva», y el Frente Popular fue la antesala de nuestra Guerra Civil. Sin embargo, el mal que asoló a España en los años 30 del pasado siglo, viene desde el momento en que se proclama la Segunda República, en abril de 1931, con la quema de conventos en varias ciudades españolas. Era, pues, un pésimo comienzo para que todos los habitantes de esta piel de toro pudieran vivir en paz dentro de un régimen democrático que ellos mismos habían traído después de haber expulsado de nuestro territorio al rey Alfonso XIII y toda su familia, a la vez que sería declarado culpable de alta traición e incautados todos sus bienes: «Alfonso de Borbón será degradado de todas las dignidades... sin que pueda reivindicar­los jamás ni para él ni para sus sucesores».

Posteriormente el cardenal Segura, primado de España, es expulsado de su patria el 15 de junio: «De orden del Gobierno Provisional de la República española, sírvase ponerse inmediatamente en marcha hacia la frontera de Irún». Por la misma frontera fue también expulsado «en el curso de la tarde o de la noche» el obispo de Vitoria, Mateo Múgica. A continuación el director de Primera Enseñanza, el socialista Rodolfo Llopis, envió una circular a todos los maestros prohibiendo toda propaganda religiosa. Consecuencia: el crucifijo desapareció de las aulas. Una de las pocas voces que se levantaron en contra de aquella medida fue la del vasco Miguel de Unamuno con estas palabras tantas veces repetidas: «¿Qué se va a poner donde estaba el tradicional Cristo agonizante? ¿Una hoz y un martillo? ¿Un compás y una escuadra? ¿O qué otro emblema confesional?». Algo más de dos años después volvería a repetir casi idénticas palabras, pero algunas incomodaron a los falangistas.

El 10 de agosto de 1932 el general Sanjurjo se levantó contra el Gobierno. El alzamiento, en parte, pretendía restaurar la Monar­quía, y, en parte, era un intento de derrocar la «dictadura anticlerical» de Azaña, en opinión de algunos historiadores. En sus Memorias, Azaña dice que fue Melquíades Álvarez el inductor del golpe. En noviembre de 1933 las derechas ganan las elecciones y la izquierda, que no lo toleró democráticamente, comienza a preparar una revolución sangrienta dirigida por Largo Caballero e Indalecio Prieto. Como los lectores saben, es el mes de octubre de 1934 cuando se produce, y en el corto periodo de tiempo que duró, porque el ejército derrotó a los insurrectos, dejó una ciudad totalmente devastada como fue la capital de Asturias. Esta revolución contra la democracia trajo centenares de muertos incluidos los asesinatos de sacerdotes y religiosos; y como hechos más vergonzosos, por atentar contra la cultura que ningún daño les había ocasionado, fue la quema de la Universidad y la voladura de la Cámara Santa de la catedral de Oviedo.

Por eso, cuando un amigo pregunta a Unamuno cómo va la República, contesta: «La República, o res­pública, si he ser fiel a mi pensamiento, tengo que decirle que no va: se nos va. Esa es la verdad …En fin, esto dura poco». Y así fue, todo empezó cuando en febrero de 1936 el Frente Popular toma el poder y comenzó con toda clase de represalias y tropelías. Desde sólo ese periodo de tiempo hasta el 18 de julio, más de medio centenar de falangistas son asesinados. El comunista Manuel Tagüeña reconoce que las hostilidades ya las habían comenzado los grupos armados socialistas cuando estuvieron dispuestos a impedir la venta del periódico falangista F.E. asesinando al estudiante falangista Matías Montero. Por otro lado, en una carta que Azaña dirige a su cuñado Rivas Cherif, le dice: «Hoy nos han quemado Yecla: 7 iglesias, 6 casas, todos los centros políticos de derecha, y el Registro de la Propiedad. A media tarde, incendios en Albacete, en Almansa. Ayer, motín y asesinatos en Jumilla. El sábado, Logroño, el viernes Madrid: tres iglesias. El jueves y el miércoles, Vallecas…Han apaleado, en la calle del Caballero de Gracia, a un comandante, vestido de uniforme, que no hacía nada. En Ferrol, a dos oficiales de artillería; en Logroño, acorralaron y encerraron a un general y cuatro oficiales…Lo más oportuno. Creo que van más de doscientos muertos y heridos desde que se formó el Gobierno, y he perdido la cuenta de las poblaciones en que han quemado iglesias y conventos ¡hasta en Alcalá!».

 

El 14 de marzo es detenido José Antonio y día 6 de junio trasladado a Alicante. El 29 escribe la circular a las jefaturas provinciales y territoriales. Circular que algunos no creen auténtica porque ven en ella un cambio radical en su actitud. El primero que lo dice es Manuel Aznar en 1940, pero a continuación se produce un profundo silencio sobre esta opinión hasta que en 1963 el falangista Ceferino L. Maestú dice que es falso. Maestú hace un análisis del escrito del 24 de junio y lo compara con el del día 29. Del primero, señala: «Este lenguaje era terminante y concuerda con las ideas sostenidas siempre por la Falange y por su Jefe Nacional. La Falange no podía mezclarse a un movimiento derechista y reaccionario con otras fuerzas derechistas y reaccionarias. La Falange había proyectado su propia rebelión armada, la rebelión de la Falange para conquistar el Poder y hacer la Revolución Sindicalista». Otros falangistas también han dudado de su autenticidad: Jesús Suevos, Alcázar de Velasco, incluso Pilar Primo de Rivera, fueron algunos de ellos. Pero la historia no termina aquí porque Maestú acaba preguntando: «¿Qué pasó entonces? ¿Cómo se produjo la participación masiva de los falangistas, sin reservas, en el Alzamiento Nacional? ¿Quién escribió aquella circular con orden e instrucciones para la participación, si no fue José Antonio?»

 

El 12 de julio cae asesinado el teniente Castillo que , según algún historiador, había asesinado antes al tradicionalista Luis Llaguno. Sobre quién fue el causante de su muerte ha habido distintas y variadas opiniones. Unos, según sus intereses, dicen que fueron los falangistas, otros que los tradicionalistas, incluso militares de la UME, apuntan algunos. Al día siguiente, es decir, el 13 de julio, unos guardias de Asalto y media docena de militantes socialistas, bajo el mando del capitán de la Guardia Civil, Fernando Condés, sacan de su casa al líder de la derecha José Calvo Sotelo subiéndolo a una camioneta que les esperaba para llevarle por las calles de Madrid con rumbo desconocido. Detrás del detenido iba Luis Cuenca, guardaespaldas de Prieto, quien sacando una pistola le dispara dos veces en la nuca. Lo que vino más tarde ya es sabido: la Guerra Civil. Guerra en la que, según Manuel Valdés Larrañaga, «hubo momentos de profunda duda sobre la conveniencia de la participación de la Falange en el Movimiento».

 

El 20 de noviembre es asesinado en Alicante José Antonio Primo de Rivera, pero su muerte no todos la lloraron en Burgos. Esa muerte fue, como se decía, y repitió Jaime Campmany en el diario ABC, la buena estrella de Franco «porque el Destino o el Hado iba quitándole de en medio obstáculos, también enemigos, Sanjurjo, Mola, José Antonio Primo de Rivera, y así». Después, algunos personajes, personajillos y trogloditas, movidos por pasiones cavernarias, se creen en el deber de comentar la Historia erigiéndose en jueces y parte fallando a su favor –para eso son jueces y pueden hacerlo– sus propios puntos de vista que más convienen a sus intereses particulares y políticos, pero la Historia fue la que fue y no la que a cada uno le hubiera gustado que fuera.

 

Terminada la guerra, cuando el cuerpo de José Antonio era trasladado a hombros de sus camaradas desde Alicante a El Escorial, aquella mañana soleada de otoño donde los altos picos de los montes, testigos del paso de la comitiva, eran batidos por el viento frío «no era para todos, por eso no estaban con nosotros. Vinieron después, cuando el sol doró el agosto, cuando ya había una ancha y segura calzada que unía el pasado y el porvenir de la Patria, hecha con huesos de Caídos, de nuestros Caídos», escribió el poeta Luys Santa Marina.