Eduardo López Pascual en El Mirador, 28.6.08

Ya sé que resulta un poco extraño, para algunos, estar al lado de los inmigrantes, incluso desde las tribunas tradicionalmente cercanas al drama de esas personas que por pura supervivencia, social cultural o económica no tienen más salida que el cayuco, la travesía incierta o la avalancha fronteriza, que no son al fin y al cabo sino expresión de unas situaciones desesperadas. Ahora, como un paso más de esta deleznable política de restricciones, la Comunidad Europea, a la que por cierto ha apoyado este gobierno del para nosotros hipócrita señor Zapatero, el parlamento supranacional de Bruselas aprueba unas normas que, con la excusa de una inmigración ajustada a derecho, alimentan una reclusión, internamiento y expulsión difícilmente asumida por quienes como nosotros mismos, fuimos en otro tiempo protagonistas de una égira larga e importante. Sépase pues, desde el principio, que no coincidimos con la filosofía de esas órdenes europeas, que aun siendo rechazadas por el común de sus ciudadanos, vienen avaladas por una votación mayoritaria en la que diputados populares y socialistas- en una inverosímil pirueta política- daban el sí al trato poco generoso que han dado al problema de la inmigración.

Es verdad que en tiempos de globalización, y debido a un estado de economía precaria, los países tienen que regular la afluencia a veces masiva de hombres y mujeres llegados desde el infierno del hambre y la marginación, pero lejos de recurrir a políticas fáciles , que son por naturaleza restrictivas, habría que elaborar políticas de acomodo justo y legal en unas sociedades como la nuestra , en que aún es posible y sobre todo humanitaria, la inserción de ese mundo de inmigrantes.

Desde nuestro punto de vista se ha criminalizado el tema "inmigración, cuando antes que otra cosa es sólo un asunto de lesa humanidad: nadie se aventura a un peligro cierto incluso a una muerte probable- y ahí quedan los cientos de miles de vidas perdidas en el sueño perseguido-, si no es por una necesidad acaso biológica siempre urgente, y entonces esa solidaridad tantas veces proclamada no tiene más remedio que dar una respuesta noble y generosa a quien se juega su propia existencia. Uno, desde sus convicciones sociales y políticas, y por qué no, también por sus principios arraigados en el humanismo cristiano, acusa a la maquinaria burocrática de la CE de ser demasiado condescendiente con los Estados del bienestar de los instalados en el primer mundo y olvidar las respuestas que puedan darse en beneficio de unas gentes que sufre hasta lo infinito. Lo triste de todo esto es que las sociedades del bienestar tienen, todavía, recursos humanos, legales y económicos para atender al grito angustioso de tantas personas de otros mundos menos favorecidos que viven bajo una espada de Damocles, insensible al drama que los hace buscar nuevos horizontes de pan, justicia y libertad.


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