España sufre, en un contexto mundial difícil, una de las crisis económicas más graves en lo que va de siglo. Con una tasa de paro que alcanza al 13% de la población activa, la más alta de los países de la zona euro, y que sube hasta el 29,5% en los jóvenes demandantes de empleo, mientras la deuda pública llega al 122% del PIB. Son datos para no ser optimistas con el futuro inmediato de la economía de nuestra Patria y que están afectando de lleno a los españoles, a quienes además el aumento de la inflación ha hecho un 10% más pobres.
Mientras esto sucede, la casta política no ha cesado de aumentar su gasto estructural, ya de por sí excesivo, en estos tiempos de recesión. En la era de las comunicaciones digitales y la administración electrónica, el Estado ha sido incapaz de arbitrar los medios y agilizar los procedimientos necesarios para facilitar la interacción con los ciudadanos, y así adelgazar sus pesadas y gravosas estructuras. O quizás no lo haya hecho precisamente por eso…
La actividad legislativa en España es tan desproporcionada, que los españoles necesitan cada vez más de los servicios de un profesional del Derecho cuando tienen que dirigirse a una administración pública para sacar adelante cualquier iniciativa o gestión. Y, con todo, el gasto en políticos profesionales no para de crecer. Además de las dos cámaras que integran las Cortes Generales, soportamos 17 parlamentos autonómicos, que unidos a las Cortes suman 1.817 parlamentarios, 2.000 asesores nombrados a dedo por los partidos y 8.000 empleados públicos adscritos a todos ellos, que nos cuestan 625 millones de euros anuales. Es decir, 344.000€ de media por cada parlamentario al año que incluye sus nóminas, las de sus asesores, los gastos corrientes, las subvenciones a los grupos políticos a los que pertenecen, así como las indemnizaciones, extras y privilegios a los que tienen derecho, tales como vehículos oficiales, servicios de escolta o seguros privados.
Y todo este dispendio, tal y como lo hemos descrito, en una situación de grave crisis económica que se está llevando por delante el trabajo, los negocios, el patrimonio y hasta los sueños de muchos compatriotas que tienen que escuchar como los dirigentes de nuestro país tratan de engañarnos con argumentos falaces, del tipo de que no se puede reducir la asfixiante presión fiscal porque eso dañaría a los servicios públicos esenciales, como la sanidad, la educación, los servicios sociales, la justicia o la seguridad, cuando vemos a dónde van nuestros impuestos…
El Estado de las Autonomías se ha convertido en la coartada indispensable al servicio de una casta política extractiva, que vive del trabajo y del esfuerzo fiscal de unos españoles cada vez más empobrecidos. Urge la reforma del Estado para simplificarlo y adaptarlo a la realidad de nuestra nación, para que se convierta en una herramienta útil para la satisfacción de las necesidades de los españoles y cumpla de manera eficaz con ese objetivo. Pero para eso tenemos que empezar a deshacernos de quienes durante cuarenta años no han mirado por el interés de España sino por el suyo propio, de manera egoísta, irresponsable y corrupta.