“No ofende quien quiere, ofende quien puede”. El clásico adagio castellano resulta aún más elocuente si se aplica a un dirigente comunista como aparenta ser Alberto Garzón. Porque tal vez no exista mayor honor en este mundo que luchar contra la ideología más homicida y sanguinaria de la historia. Tal es, rigurosamente, la categoría que corresponde a la ideología de Garzón con sus más de cien millones de muertos a la espalda. Una cifra de víctimas a la que, por cierto, ni de lejos se aproximan todas las atrocidades sumadas de todos los fascismos del mundo juntos. Ninguna bandera iguala en lo criminal a la que enarbola el descolorido telonero de Pablo Iglesias.
Quienes conocen la historia y los hechos, dudan de la calidad democrática de un sistema donde tipos de esta catadura ideológica puedan expedir certificados de legitimidad y pedigrí democrático. Acreditaciones que ni José Antonio ni ninguno de sus camaradas necesitamos ni aceptamos.
Allá cada cual con sus contradicciones. Quién las padezca, claro está. Porque no negará Falange Auténtica a estas alturas que José Antonio preparara un golpe de mano desde junio de 1935. Quizás el de Golpe de Estado resulte un término excesivo para sus reducidas fuerzas. En cualquier caso la destinataria de aquellos planes de agresión no era la II República, la legalidad republicana. La Falange se apresta contra una revolución de inspiración soviética en ciernes, cuyo ensayo general fue el levantamiento –o revolución propiamente dicha- de Asturias de octubre del 34. Y la República (sí, sí: la II República) no dudó en a movilizar al Ejército en defensa propia. Una aventura social-comunista que sumaría los primeros 2.000 muertos a la larga lista que luego engrosaría la guerra civil.
Los historiadores más complacientes hacen esfuerzos dignos de mejor empeño en minorar la influencia revolucionaria soviética en el PSOE de la época. A sus camaradas comunistas se les supone, claro está. Pero son la misma clase de historiadores que, no por casualidad, pasan sobre los acontecimientos de Asturias como si de un hecho anecdótico se tratara. Por todo ello supone un honor inmancillable para la Falange, bueno es repetirlo, haberse constituido en la única fuerza política consciente del peligro y dispuesta a cualquier cosa con tal de que en España no se impusiese el terror rojo. Paradójicamente, mientras los históricos camaradas del señor Garzón y sus aliados planeaban el asalto revolucionario al poder, la Falange se convirtió en leal defensora del orden constitucional.
No puede esperarse de Alberto Garzón un esfuerzo semejante al de leer las pocas páginas de la declaración y defensa de José Antonio ante la caricatura de Tribunal que lo condenó a muerte. Una sentencia sañudamente ejecutada casi de inmediato, cabe añadir. Pero allí tendría ocasión el líder comunista de enterarse qué es la Falange y cuál fue el pensamiento político de su Jefe. En honor a la verdad, otros comunistas mucho más ilustres -e ilustrados- que él ya lo hicieron en el pasado. Pero no cabe esperar un arrebato de dignidad semejante en el camarada Garzón, un político hecho a la medida de los tiempos (fútil, fatuo, sectario y aburguesado), carne de cañón para un buen gulag de sus sacrosantos Lenin y Stalin.
Quédense tranquilos Garzón y sus semejantes, que en adelante no se les exigirá conocimientos de nada para poder seguir expresando su estulticia y maledicencia. La ignorancia es libre. Sin embargo, tal vez esa lectura del penúltimo esfuerzo doctrinal de José Antonio sí resultara de lectura obligada y hasta vinculante para quién insiste en encarnar alguna especie de ortodoxia falangista. Porque la hechura estética de un primer discurso que se empeñan en conmemorar no sirve para ocultar, al ojo crítico, su nula densidad nacionalsindicalista y revolucionaria. Porque José Antonio se interpreta mejor cuando se le lee de delante a atrás, es decir, empezando por su testamento y declaración en Alicante y terminando en la Comedia… por más que este último paso ni siquiera sea necesario. Es ante el Tribunal Popular de Alicante donde mejor se expone la naturaleza íntima de ese nacionalsindicalismo porque allí palpita su vena (anarco) sindicalista y planea su deuda con el marxismo. No confundir, por supuesto, con las grotescas –por iletradas- caricaturas de Alberto Garzón.