La situación en el País Vasco es, desde hace veinticinco años, de tal excepcionalidad que ni siquiera la reciente intervención de Juan José Ibarretxe en el Parlamento autónomo presentando su iniciativa soberanista ha causado en los españoles excesivo impacto. Contrariamente a lo que pueda parecer, esta ausencia de eco social es una manifestación sintomática más del calado de este asunto. Los falangistas auténticos no debemos dejar pasar la ocasión de reflexionar sobre el fondo del problema.
La realidad del País Vasco es de una gravísima complejidad que exige soluciones complejas y posicionarnos ante este problema buscando respuestas simples es, en el mejor de los casos, una ingenuidad. También cometeremos un grave error si nos dejamos arrastrar por las voces mediáticas de los grandes grupos de opinión (partidos y media) que están gestionando el problema con un indecente sentido de la rentabilidad política a corto plazo.
En el País Vasco se ponen de manifiesto dos crisis y un problema. Crisis, las de España y el Estado Español, que no es lo mismo, y que en realidad trascienden la situación del País Vasco. Problema, el de una sociedad, la vasca, cuya convivencia ha alcanzado un nivel de deterioro social y moral tan grave que difícilmente podrá recuperarse antes de tres o cuatro generaciones.
Como patriotas tenemos la obligación moral de afrontar el problema en el País Vasco diferenciando lo que afecta a la supervivencia de España de los avatares que conciernen al Estado español. Como falangistas, cristianos y humanistas debemos considerar el problema de la convivencia no sólo desde la memoria de las víctimas inocentes del terrorismo etarra y la exigencia de justicia en todas la dimensiones del término sino también desde la cruda realidad que supone la existencia de una comunidad formada por varios cientos de miles de personas que en el País Vasco han sido socializados en el fanatismo abertzale hasta el punto de considerarse víctimas y no verdugos, gudaris y no sicarios sin que, en ese estado, exista la más mínima posibilidad de autocrítica ni contrición por su parte.
Habíamos hablado de dos crisis y un problema. Intentemos detenernos en ellos con más detalle.
La crisis de España: Como patriotas no nos preocupa menos lo que algunos insisten en denominar “el problema vasco” que nuestro imparable deslizamiento hacia ese idiota american güei of laif, la previsible extinción de los últimos ejemplares humanos de quijote o el trato trapero que hemos brindado a nuestros pueblos hermanos del otro lado del Atlántico cuando más lo necesitaban. Todas y cada una de las circunstancias citadas son un síntoma preocupante de la crisis de España como proyecto. El que sesusos historiadores remonten al siglo XVII el origen de esta crisis ininterumpida no resta sino añade gravedad al problema. España necesita un urgente y profundo proceso de reconstrucción para que quepamos todos. Para nosotros, es evidente que en la España de unos, otros no se sienten “a gusto” y viceversa. Sin embargo, unos y otros se resisten a aceptar esa realidad objetiva e insisten en descalificar a quienes no sienten España como ellos (malgastando el dinero en mástiles o en ejemplares de la Constitución).
A esta situación de conjunto en España se unen en el País Vasco y otras comunidades las tensiones originadas por los discursos segregacionistas del nacionalismo. En el País Vasco tres o cuatro de cada diez vascos preferirían no ser españoles y entre los que aceptarían la españolidad, para muchos esa idea no resulta tan atractiva como la de sentirse vascos. Quizá deberíamos reflexionar sobre cómo hemos llegado a esta situación y cuál es el camino que debemos tomar. Frente a lo que dicen modernos y bienpensantes, las patrias se pueden imponer. La Historia contemporánea (por no remontarnos más allá) está cuajada de ejemplos. Sólo hace falta la sangre [y/o el odio] y el tiempo necesario. En el País Vasco la dejación del Estado y la complicidad de la sociedad civil durante los últimos treinta años han permitido a una inicialmente minoritaria comunidad independentista radicalizada la imposición (sangre, odio y tiempo) de la patria euskaldun a un sector importante de la población que ya no se siente español y que bien intenta exterminar lo español, bien no hace nada por evitarlo.
La cuestión está en determinar si como falangistas del siglo XXI creemos en la validez moral de esa vía (la de la imposición) para la defensa o la reconstrucción de la Patria.
Durante siglos las patrias, incluida la española, se han construido a sangre y fuego. Sin embargo, nos gustaría pensar que las personas que poblamos hoy el mundo no somos iguales a las de antes y que podemos atraer –no encadenar- a España a aquellos que se han alejado de ella por acción de una meditada y concienzuda estrategia de socialización en el odio y el cultivo autocomplaciente de las más tribales señales de identidad étnicas. ¿Queremos hacer lo mismo? ¿Exigimos sólo los mismos treinta años de odio, sangre y fuego que ellos han dispuesto para construir su Patria vasca?
La crisis del Estado Español: Para los falangistas, los problemas en la articulación del Estado español son consecuencia de los problemas de España como nación y no viceversa. Si existiera un sugestivo proyecto de vida en común la definición de los instrumentos políticos con los que articularlo resultarían una cuestión menor. Sin embargo, las propuestas de reforma del modelo de Estado planteadas tanto desde la deslealtad a España, como desde la pretensión de encorsetar en un determinado patrón de Estado los proyectos alternativos de españolidad están condenadas a fracasar.
Somos partidarios de un modelo republicano y descentralizado, pero pensamos que propuestas que se encuentran hoy sobre la mesa (administración única, asimetrismos según especificidades, Senado territorial, etc...) serían asumibles por todos si se abordaran desde la lealtad a un proyecto de convivencia común. ¿Acaso defendemos España sosteniendo un determinado modelo de Estado?
El problema de la descomposición social: En la sociedad vasca la convivencia ha alcanzado un nivel de deterioro social y moral tan grave que difícilmente podrá recuperarse antes de tres o cuatro generaciones. La máxima expresión de esta descomposición es la existencia de mil familias (muchas de ellas fuera del País Vasco) rotas por los asesinatos terroristas. Sin embargo, no son menos sintomáticos de esa ruptura del tejido social hechos como el que tras una falsa apariencia de sociedad moderna y europea se lleve produciendo desde hace años un imparable goteo de exilios (abandonos no deseados de la patria) que en determinadas zonas o segmentos sociales ha constituido una auténtica limpieza étnica transformadora del mapa electoral y de las relaciones de fuerza entre nacionalistas y no nacionalistas; que se haya tolerado la existencia de una sociedad dentro de la sociedad (el mundo abertzale) en la que una persona puede vivir inmerso en una burbuja social –escuelas, prensa, televisión, ocio, instituciones públicas- que irradia un discurso único basado en el victimismo, la llamada a la rebelión contra la Ley y la justificación heroica del terrorismo; o que una parte importante de la sociedad vasca insista en que la situación del país es “normal” (estrategia del avestruz frente a la injusticia que en diversos grados se ha conocido en otras sociedades: frente a la violencia nazi, las desapariciones en los regímenes militares del cono sur, los gulags de Stalin o el apartheid surafricano).
Hace mucho que los nacionalistas insisten en proclamar la existencia de un “problema vasco” cuya falta de solución permitiría explicar las trágicas circunstancias que envuelven esa sociedad. Para los nacionalistas vascos existe un problema: ellos consideran que el pueblo vasco debe liberarse de un yugo que no aceptan, el español, y autodeterminarse al amparo de un estatuto político independiente. La falacia consiste en identificar la opinión de los nacionalistas (una parte) con la del pueblo vasco (el todo). Para el resto de vascos no nacionalistas, el que exista una cuota de conciudadanos que se considere sometido no es, como en el resto del mundo civilizado, un problema de opinión, sino que se ha convertido en el “problema vasco” por la voluntad de aquellos de “socializar su sufrimiento” hasta que, simplemente, se les dé la razón. Y en esta ausencia de reconocimiento del otro (del otro ciudadano, persona) como sujeto del dolor en favor del reconocimiento del pueblo vasco como supuesto sujeto de derechos está el origen del mal. Cuestión ésta que como origen del totalitarismo ha teorizado brillantemente Hannah Arendt y que tal y como hemos podido ver en la historia reciente de otros países sólo se superan con la ley, el tiempo y la exposición pública.
Mínimas conclusiones: Queda mucho por hablar, pero para terciar en este asunto con más fortuna y mejor futuro que los tertulianos de una y otra facción, los falangistas auténticos tenemos la obligación de profundizar en un modelo alternativo de Patria y patriotismo que dé una repuesta posible y cabal a las condiciones de un nuevo mundo –el del XXI- secularizado y fragmentario cuya máxima aspiración es el ejercicio, permanente y a todos los niveles, de una pretendidamente redentora autodeterminación individual. También es preciso proponer un modelo de Estado que permita absorber las tensiones centro-periferia al tiempo que modere y compense los intereses de favorecidos y desfavorecidos. En cuanto a la convivencia en el País Vasco, este es uno de esos problemas para el que todo el mundo tiene expresiones duras y soluciones fáciles. Sin embargo, nos tememos que se trata de una situación en la que sólo una proporción correcta de principios honestos, estricto cumplimiento de la ley, tiempo y generosidad permitirá una solución justa y digna. Ninguno de esos términos es atributo de los partidos al uso, aunque sí se esbozan en una sociedad civil vasca que parece dispuesta a arrancar a caminar sin tan pesadas alforjas. ¿Dónde nos situaremos nosotros?