Si algo tienen de bueno crisis graves como una guerra, un gran terremoto y otras catástrofes de alcances gigantescos para miles o millones de personas, es la oportunidad que tienen después las comunidades afectadas de reconstruir lo dañado, teniendo en cuenta las causas que provocaron el desastre e intentando mejorar el diseño común de la vida futura.
Por tanto la pandemia mundial de COVID19 dará paso, o al menos eso esperamos todos, a una vuelta a, digamos, las antiguas maneras normales de convivencia pero, tras meses de deterioro económico, con la oportunidad de replantearnos, me refiero ahora concretamente a España, unas renovadas maneras que permitan la reconstrucción de la vida laboral de miles de compatriotas en mejores condiciones, no ya de las que estamos sufriendo ahora, sino de las que existían en la “era pre-COVID”, aquel mundo donde el capitalismo liberal estaba (está) arrasando los logros de las condiciones dignas laborales que tantas décadas costaron lograr.
Claro que eso sería así si comenzáramos por renovar la idiosincrasia de la clase política, cosa harto difícil ya que seguiremos padeciendo a los mismos políticos (que a veces nombrados así, nos parecen una especie distinta al resto de la humana) o a otros parecidos.
Pero la clave del asunto es que esos políticos no son seres de otro planeta que han aterrizado aquí de pronto, son españoles como usted y como yo que, en un momento dado de sus vidas, decidieron apostar por una carrera que les podría conducir a posiciones de poder (influencia, capacidad de enchufar amigos y familiares) y solvencia económica (nómina bien remunerada). Algunos dirán que todos no son así y que hay quien entra en política para “servir a la comunidad”, puede que eso valga en ocasiones para partidos marginales, sobre todo en los que no entran en eso que llaman el “arco parlamentario”, pero en cuanto comienzan a tocar moqueta, aparecen de la casi nada cientos de incondicionales que, al arrimo del reparto de cargos, se adhieren a esa voluntad de servicio social (sí, sí, es ironía, lo han adivinado).
Y es que la clase política está formada en su inmensa mayoría por personas que no han aspirado laboralmente a nada en su vida salvo a hacer carrera en el partido, y esto es mayor cuanto más importante es la organización política a la que pertenecen. Pongamos un par de ejemplos significativos.
Me decía no hace mucho un ex cargo municipal del Ayuntamiento de Sevilla, en relación a la inoperancia en la oposición del equipo del PP “liderado” por Beltrán Pérez, que su incompetencia se debe a que son un grupo especializado en ganar congresos internos del partido, esa es su habilidad y para eso se han juntado, pero que en la política real ni saben ni pueden.
Segundo ejemplo, una militante (o ex militante, no lo sé a estas alturas) del PSOE sevillano, me contaba como Susana Díaz había escalado poco a poco dentro del partido pisando cuellos y dando puñaladas por la espalda desde sus comienzos en el grupo del Distrito de Triana sin ser realmente nada relevante en la vida, sin estudios y sin capacidades reconocibles más allá de su intrépida capacidad de medrar en el aparato interno del partido.
Este es el problema, que los encargados de la futura reconstrucción nacional tras la pandemia serán políticos solo motivados por la política de “lo mejor para mi partido”, o sea, para mi cuenta corriente. Enlazando con un párrafo anterior, no son extraterrestres, son españoles comunes que, no nos olvidemos, están ahí porque han sido votados.
Pensaba hace unos días viendo la composición del nuevo gobierno estadounidense del Presidente Biden, los encajes de bolillo que habrán tenido que hacer los asesores del Partido Demócrata para encajar a tanta minoría y tanta paridad en el Gobierno. Negros, amarillos, indios, mujeres, homosexuales… con lo fácil que sería, pienso yo ingenuamente, poner en cada cargo al mejor cualificado para cada función. Pero claro aquí está el problema, pensar en que nos gobiernen los mejores es, en este mundo actual, una utopía que, además, va en contra de lo políticamente correcto y de la base fundamental de la democracia partitocrática reinante. Y alguno dirá: vale ¿pero quién y cómo decide quienes son los mejores? Esta es la pregunta del millón, la que me temo, nunca han sabido resolver ni el comunismo ni tampoco el nacional – sindicalismo.
Convenzámonos de que España es un país de pícaros y corruptos, desde el oficinista que nutre su casa de bolígrafos y folios a costa de la empresa, pasando por el concejal que mete a su cuñado de jardinero municipal, hasta el más alto cargo que se lleva los sobres de dinero negro por la parte de atrás (dicho sea sin ánimo sexual). No es un problema de educación y cultura, que también, sino de ADN inscrito en el alma histórica de nuestro pueblo. Dejémonos de pamplinas imperiales y pasado glorioso, eso es una falacia que solo se creen los bienintencionados patriotas, pero no nos engañemos, la gloria de los Reyes Católicos, de la conquista de América o de los Tercios de Carlos I y Felipe II, se cimenta sobre un pueblo inculto, supersticioso y pobre, lastrado además por un catolicismo de vía estrecha.
La reconstrucción nacional tras el COVID19 debería estar basada en un pueblo con voluntad de caminar juntos, de hacer un Estado fuerte que velara por la igualdad y la prosperidad, con unos partidos que orillaran por una vez sus continuas rencillas (que por otra parte, son más para dar espectáculo que reales) y pensaran en aunar voluntades para gastar lo justo y bien. Sería un momento similar a la posguerra civil en cuanto a la necesidad de reconstrucción económica, donde se ofrecería la oportunidad de incentivar iniciativas como las cooperativas, reconstruir el tejido industrial, promover el consumo de productos nacionales, volver a los convenios colectivos frente a la disgregadora filosofía de la rivalidad personal y el individualismo profesional (lo que beneficia al poder financiero al crear el espejismo para el trabajador de que le conviene el medro personal en la empresa frente a los intereses colectivos, teniendo divididos a los trabajadores).
Para todo ello se requiere algo importante, incorporar equipos técnicos a los que merezca la pena trabajar en organizaciones estatales antes que en el sector privado. Y, sobre todo, concentrar las competencias en un único gobierno central que acabe con esta pesadilla cara y disgregadora de las autonomías, cambiándolas por la descentralización administrativa bien entendida y gestionada. ¿Es tarde en España para todo ello? Cada vez más, por eso no hay que perder tiempo. Y hay que empezar por el principio, revirtiendo la educación anti española y anti social que se imparte actualmente en los colegios e institutos y reformando una Universidad que es de donde han ido saliendo esos miles de profesores que están colaborando en la destrucción cultural de los españoles, con el inestimable apoyo de los medios más poderosos de desculturización que tienen los poderes facticos actualmente, la televisión e internet.
Eugenio Abril