Ya comencé hace unos años una serie de artículos en los que ponía de manifiesto mi experiencia vivida en torno a unas familias que albergan desde hace años, una inquietante duda en lo más recóndito de su ser: el hijo/a; hermano/a que nació en un hospital público de España (y a veces, en clínicas privadas), podría no haber muerto, como todos creyeron en su momento según la palabra del médico… o la no menos inquietante duda del que nació y fue inscrito como hijo biológico de unos padres que no son realmente los suyos.
Tal es el caso de “Ana”, nombre ficticio con que provisionalmente denominaré a una de las personas afectadas que recurrió a mí, mujer de 20 años a la que su pareja abandonó en 1980, tras conocer la noticia de su embarazo, y que recurrió, por consejo de su madre, a una conocida maternidad perteneciente al Ministerio de Educación (la Escuela Oficial de Matronas), en la que, la asistente social (Hija de la Caridad), le aseguró que cuidarían al niño en la amplia red de guarderías a cargo de la Orden, mientras ella estuviera trabajando. Lo cierto es que cuando ese niño nació, desapareció, indicando a la madre los médicos de turno que había fallecido, y que ello era la mejor opción, dado que si hubiera sobrevivido, “habría quedado subnormal”, como se decía en la terminología de la época. Cuál es nuestra sorpresa, cuando averiguamos, treinta años después, que en el historial clínico de ese niño, al que por lo visto ya habían bautizado como “Alfredo” (pues tal nombre se recogía en la cabecera de la misma), no consta defunción ni patología alguna del parto, ni mucho menos, fallecimiento, lo que corrobora el Registro Civil al certificar en negativo la defunción. Junto al número que fríamente preside el encabezamiento de la historia figura, escrita a mano, la palabra “ADOPCIÓN”… Por supuesto, la madre no tiene conocimiento de ello ni tampoco consintió o asintió dicho proceso de presunta adopción.. La Comunidad de Madrid no tiene conocimiento de ello (tampoco la Diputación Provincial lo tuvo en su día). Y todo ello con el beneplácito y lacerante complicidad de una institución pública y un cuadro médico y religioso que ha aceptado como “mal menor” que “Alfredo”, nazca en el seno de otra familia.
Alfredo, posiblemente no pueda saber hoy quienes son sus padres, o termine sabiéndolo como resultado de un largo y complejo proceso judicial, en el que la Comunidad de Madrid se posicione (ya lo ha hecho en alguna ocasión) incluso en contra del derecho del adoptado a saber la verdad, invocando de forma vergonzante el derecho a la "intimidad" de la madre biológica, como si su nombre fuera a publicarse en el B.O.E. o así... y cuando el Tribunal Supremo ha repetido por activa y por pasiva que el derecho a saber del adoptado está por encima de cualquier intimidad, máxime cuando la adopción es irregular. Pero sí sabrá, seguramente, que sus padres pagaron a la asistente social 250.000 pesetas por él, y que su madre renunció simple y llanamente, porque no podía o quería hacerse cargo de él, pero nadie se atreve a preguntárselo hoy, posiblemente porque no era cierto, y no existe renuncia alguna ni escrita ni verbal.
Estas son las historias que he escuchado y por las que he luchado desde hace ya tres años; sin duda, el reto más apasionante de mi carrera profesional en la abogacía, y también el más duro, pues el tema no está exento de polémica, de descarada ocultación de información por parte de las Administraciones Públicas, y de vidas rotas, maltrechas por una mentira mal contada, y un opíparo negocio camuflado tras el oportuno disfraz de la caridad, apoyado convenientemente en los prejuicios morales de una sociedad difícil, que justificaba el asesinato de la identidad en evitación del oprobio, o incluso a veces, sin necesidad de justificación alguna.
Ninguna ideología recta podía amparar semejante proceder en ningún régimen político; ni mucho menos la obstinación actual del poder en ocultar información sobre el origen de los adoptados, o los expedientes de todas las mujeres que eran provisionalmente recluidas por el “Patronato de Protección a la Mujer”, por conducta “díscola o inadecuada”, y que funcionó hasta 1983.
Me siento íntimamente unido, como creyente y católico, al pensamiento de considerar a la FAMILIA como la principal referencia del individuo. Y realmente se cruzan dos corrientes de pensamiento al analizar la esencia del problema que nos pueden llevar ciertamente a una encrucijada aparente, cual es el dilema entre el supuesto bienestar presente y futuro de una criatura, que exigiría interrumpir por la fuerza el curso natural de la filiación biológica para forzarlo según la opinión de personas, por cierto, no cualificadas en tal menester y a cambio de dinero, y el apoyo a una madre gestante, que, bien sola o bien con su marido y demás hijos, sí desea sacar a su hijo adelante, aunque sea con pocos recursos. Si nos inclinásemos por la primera de ellas, llegaríamos a la conclusión de que el fin justifica los medios, lo que no es aceptable ni para un cristiano, ni para un para un ético que al menos haya leído la “Ética a Nicómaco” de Aristóteles. Y si no es aceptable que se sustituya una voluntad por otra por intervención del Estado, menos lo es que ese maligno cambalache suceda entre particulares. Tampoco lo es que, aunque mediara consentimiento de la madre (aproximadamente el 5% de los casos con que me he encontrado), unos funcionarios se presten a falsificar documentación, y a cortar de raíz toda posibilidad de que el/la nacido/a pueda conocer su origen biológico cuando tuviera juicio suficiente para ello.
Así es, amigos… Y si verdaderamente he tenido un juicio lúcido para discernir si estaba haciendo lo correcto al cargar las tintas contra la Administración, y sentar una monja en el banquillo, ha sido porque en todo momento he tenido en lo más profundo de mi ser esa semilla que aún en momentos de gran confusión me informaba de lo que ha de hacerse, José Antonio se refirió a la ley como “el fruto de las categorías permanentes de razón, y no tan sólo de las arbitrarias decisiones de voluntad”; esas categorías me han transmitido un juicio lúcido y un espíritu de servicio al bien que habré cumplimentado con mayor o menor acierto, pero siempre con humildad. En el siguiente artículo explicaré cómo las influencias de nuestro panorama político han intentado fagocitar este empeño, y cómo he logrado que este movimiento espontáneo de gente humilde permanezca indemne antes sus tentadoras acometidas.
G.PEÑA