Carlos León Roch
El anuncio por parte del Gobierno de la Nación de una substancial rebaja en los impuestos nos produce a todos (a todos los que los pagamos, claro) una inicial satisfacción, un suspiro de alivio porque la tremenda diferencia que apreciamos en nuestras nóminas entre la línea de "Devengos" y la de "líquido a percibir" va a disminuir de manera apreciable.
A nadie nos gusta pagar impuestos directos. Y menos aún cuando éstos son del 20-30 o 40%. Nadie puede evitar cierta nostalgia al recordar aquel 12% con el que se construyeron tantos pantanos...
Pero si nos felicitamos porque cada familia pagará, como media, 330 euros menos que el ejercicio anterior habría que mirar la otra cara de la moneda: el Estado percibirá 4-500 millones de euros menos que el ejercicio anterior. Y, como dice la propaganda. "Hacienda somos todos"
Si Hacienda somos todos, si el Estado –que somos todos- tiene 4.500 millones de euros menos a su disposición, evidentemente podrá gastar menos dinero en la distribución de la riqueza, en la Justicia Distributiva, en el equilibrio interregional, en las Obras Públicas, en la Asistencia Social, en la Defensa, en la Educación, en la Cultura y en todos los capítulos de los que constan los Presupuestos Generales del Estado.
La inicial satisfacción de la rebaja de impuestos ha de llevarnos a valorar sus consecuencias insolidarias. Solo el Estado, solo "todos", tiene capacidad para intervenir a favor de todos. Ante el sistema ultraliberal basada en la intocable " política de oferta y demanda" la humanidad ha ido avanzando en la eliminación de los atroces abusos que la estricta aplicación del "mercado" ha provocado a lo largo de la historia de la opresión del hombre por el hombre. Historia ciertamente inconclusa.
El Estado, sin dinero, sin las atribuciones que las autonomías han ido desgajándole, mirará impasible e impotente cómo unas regiones atienden mejor a sus enfermos que otras (¡todas tienen asumidas las competencias sanitarias!). Verá con tristeza cómo se enseña a los niños una Historia falseada a favor de una política de campanario. Se sonrojará al comprobar cómo las lenguas regionales desplazan en colegios y universidades a la que hablan más de veinte naciones en cuatro continentes.
Todos queremos tener más dinero, tanto para nuestras economías familiares o personales como para nuestras actividades benéficas, sociales, comunitarias o empresariales. Todos menos, al parecer, nuestro Estado.
Si el "Estado del Bienestar" fue una frase afortunada de otros gobiernos, la aspiración al mismo ha de ser una obligación permanente para todos los gobiernos. Lo que implica que la corrupción, el enchufismo y el despilfarro que acecha tras "la olla grande" nos obligue a aplicar unas técnicas privadas, responsables, en la actividad pública.
Si todos rechazamos, a esta altura de la civilización, la mencionada y amenazante explotación del "hombre por el hombre", no es menor la repulsión de la del "hombre por el Estado", terrible recuerdo en tantos países dominados por el inhumano colectivismo paralizante.
Los impuestos han de ser para el hombre, no el hombre para los impuestos; para el hombre como persona, como individuo social, en ese equilibrio maravilloso y difícil ente los derechos individuales y los sociales.
La aspiración a un Estado próximo y cercano pero que no presencie impasible e inerme las injusticias y las odiosas diferencias entre todos, debe ser una aspiración mayoritaria.
Como decía Cantinflas en una memorable película, con respecto a los impuestos: "No se me atrase, pero tampoco se me adelante."