Miguel Ángel Loma
En una monarquía parlamentaria como la española, pocas obligaciones se le exigen a un monarca que por prescripción constitucional es inviolable e irresponsable (bueno, la Constitución dice que su persona "no está sujeta a responsabilidad", que suena mejor). Menos aún se le exige al Príncipe heredero. Prácticamente una sola cosa: que se empareje adecuadamente y provea de sucesión a la Corona, por aquello de asegurar la continuidad biológica de la institución, que, según algunos, es una de las ventajas que ofrece la monarquía frente a otras formas de Estado más plebeyas. El cumplimiento de esta gozosa servidumbre por el joven Príncipe comienza a demorarse demasiado, preocupando a algunos padres de la patria, que no quieren ni pensar lo que podría ocurrir si por causa de un malhadado suceso desapareciera nuestra altísima majestad, y operara la sucesión a la Corona en la dinastía Marichalar.
Cierto es que los monárquicos más conspicuos han tenido bastante culpa en el mantenimiento del celibato principesco; que hay que ver la que le montaron al pobre (es metáfora) heredero con su última relación conocida pero oficialmente "inexistente": Que si la nórdica no le convenía porque se había paseado en ropa interior por algunas pasarelas de medio pelo; que con la de españolas que hay y tiene que ir a buscársela fuera; que si es mejor que sea de sangre regia y probada virtud; que si precisamente por esto último, mejor aún es que su sangre no sea tan regia; que si lo que tiene que ser es muy muy discreta; que si esto, que si lo otro... Parece como si nuestro, no ya tan, joven Príncipe no se decidiera a afrontar su amorosa obligación, no por desidia o desdén al emparejamiento (que es sangre de Borbón la que fluye por sus venas), sino porque hubiera perdido confianza en acertar con su elección.
Como es obligación de buenos españoles ayudar a la monarquía en sus necesidades, después de darle vueltas a la neurona juguetona que gobierna mis inquietudes regias, y de considerar la naturaleza del problema, he alumbrado la siguiente posibilidad.
Si en algo tan inane como es buscar una representanta para un hortera festival europeo, el invento de Operación Triunfo ha demostrado ser un gran acierto y de mayoritaria aceptación popular, ¿por qué no copiar tan democrática fórmula en un asunto de mucho mayor interés, intentando una Operación Princesa? La cosa consistiría en montar un concurso donde todas las aspirantes al trono se sometieran a un selecto cásting, y superado éste, las agraciadas pasarían a habitar una academia principesca donde se las educara a través de concienzudas sesiones teórico-prácticas de formación en protocolo, discreción, compostura, saber estar, y demás fatigosas materias que constituyen las labores cotidianas de una reina posmoderna. Posteriormente, el sano y nunca bien ponderado pueblo soberano, iría nominando y descartando a las más ineptas, quedando finalmente las más idóneas, que tras un examen final a cargo de los jaimepeñafieles, alfonsoussías y demás expertos de turno, pasarían a la fase finalísima. Las heroínas que consiguieran superar esta última criba, serían ofrecidas al heredero como un ramillete de núbiles damiselas donde pudiera elegir con quien compartir definitivamente la corona. Quizás, y como colofón apoteósico, lo más idóneo fuera que esta última decisión se produjera en un baile real o en una gala benéfica, y si por medio hay fuga del salón con pérdida de zapato, o cualquier episodio similar que añadiera más intriga a la cosa, mejor que mejor (al sano pueblo soberano le gustan mucho estos golpes de efecto).
Ésta puede ser la fórmula ideal para liberar a los monárquicos más conspicuos de la angustiosa espera que soportan ante la perezosa actitud de nuestro, cada vez menos, joven Príncipe. Bien sabemos que el pueblo soberano nunca se equivoca, y seguro que acertaba en la elección o, al menos, en los descartes. Además podríamos reciclar a las candidatas que no resultaran finalmente elegidas, lanzándolas al estrellato de nuevos programas del corazón, y así elevaríamos el tono de algunos platós televisivos.
La idea está ahí, considérese, es cuestión de probar... Experimentos más arriesgados venimos haciendo con asuntos de mayor gravedad, y total, lo peor que pudiera pasarnos es que al Príncipe no le gustase ninguna de las candidatas y nos quedemos como estamos. Mala suerte. Pero tal como se están desarrollando las cosas, tampoco sería mucho problema: entre avances de nacionalidades históricas, soberanismos compartidos, federalismos asimétricos, relecturas constitucionales y revisiones de estatutos autonómicos, cualquier día nos encontramos con la desagradable situación de que nuestro, ya nada, joven Príncipe se ha quedado sin territorio donde reinar, y que lo que debemos montarle no es una Operación Princesa sino el "Quién sabe dónde" de Paco Lobatón, para consolarle y explicarle qué sucedió con aquella "cosa" (Pujol dixit) que se llamaba España.