Por Selenio
Hace años en Madrid, antes de que pudiesen regresar a su país, conocí a varios militantes del peronismo montonero, con los que trabamos entrañable amistad. Representaban a una generación que se sacrificó en la lucha por la libertad y la justicia social y que, lejos de recibir el reconocimiento indiscutido de sus compatriotas, se enfrentaban con una nefasta teoría de los dos demonios que equiparaba la represión de la tiranía con la resistencia armada popular. Todos estos compañeros caminaban con cicatrices en su alma, con ese Recuerdo de la Muerte que retratara Miguel Bonasso.
En 1987 el Presidente de Argentina, Raúl Alfonsín, cedió a las presiones militares y promulgó las Leyes de Obediencia Debida y de Punto y Final, que consagraron la impunidad para más de 1.300 asesinos, violadores y torturadores que participaron en la guerra sucia durante la dictadura militar. Una represión que había provocado unos treinta mil desaparecidos, con espeluznantes episodios de torturas, con vuelos de la muerte para arrojar personas al mar, con secuestros de menores a los que se cambiaba su identidad y se robaba su historia familiar...
Ahora, dieciocho años después, la Corte Suprema argentina ha anulado dichas leyes. Se abre, pues, una puerta, aunque tardía, para la justicia en este país hermano. Las madres y abuelas de la Plaza de Mayo -me refiero, obviamente, a las fieles a la línea fundadora y no al sectarismo de la proetarra Bonafini-, tenaces en la petición incansable de esa elemental justicia histórica, están hoy en mi recuerdo afectuoso, un abrazo solidario y esperanzado que cruza el Atlántico hasta llegar a ese país hermano.