¿Qué pensamos cuando les vemos llegar? Que son posibles competidores laborales. Que son demasiados. Que vienen a intentar cambiar nuestra manera de vivir... Los mejores decimos no tener nada contra ellos y sólo argumentamos que no hay trabajo para tantos, como si los movimientos de personas tuvieran que estar regulados por la ley de la oferta y la demanda: cuarto y mitad de inmigrantes para la cosecha siguiente…

 

No me he visto en la situación de ellos, por lo que me es difícil pensar como lo hacen ellos, pero alguna pista me da su actitud. Montados en cayucos, en ocasiones con sus hijos pequeños a cuestas, el esfuerzo que hacen por llegar supone un riesgo al que muchos de nosotros no nos expondremos en todas nuestras vidas. No creo que para ellos cuente demasiado la ley de la oferta y la demanda o ninguna otra ley que pueda venírsenos a la cabeza. En definitiva, el afán de supervivencia en algunos casos y el afán de mejorar una vida gris y mísera en la mayor parte de las ocasiones, es lo que pone en marcha las oleadas de inmigrantes que, con el buen tiempo, se incrementan hasta convertirse en noticia de todos los telediarios.

 

El drama de la inmigración es realmente el drama de la emigración, cuyas causas debiéramos estar cada día intentando eliminar, en lugar de sólo mirarnos el ombligo y hacernos cruces por tantos pobres nuevos que llegan a nuestras costas y aeropuertos.

Hacer inocua la llegada de estas gentes es de lo que debemos preocuparnos. Garantizar la integración, para varias cosas. Para que ningún inmigrante pueda cambiar lo que hay más que cualquier otra persona libre y partícipe de nuestra sociedad. Para que nadie admita una explotación laboral que no sólo le perjudique a él sino también a los trabajadores que ya hay en España. Para que no se creen guetos y el mestizaje se imponga sobre una multiculturalidad imposible de llevar adelante sin tensiones y conflictos. Para que nuestras administraciones sepan quiénes estamos aquí y puedan tomar la medidas oportunas para deshacerse de los indeseables que puedan llegar camuflados entre los que buscan una vida mejor. Para que no haya personas que no existen, que no están, que no cuentan, porque con estas cosas no vale la pena engañarse.

 

Los flujos demográficos son consecuencia de las desigualdades sociales y económicas de las personas que habitan diferentes países y, con la globalización de las comunicaciones y de la información, el fenómeno se ha convertido en algo fuera de nuestro control y totalmente inevitable si no nos cuestionamos la injusta realidad económica internacional.

 

Las puertas no deben estar permanentemente abiertas sin vigilancia, pero debemos también recordar que quienes llaman son personas, y eso es algo que no podemos postergar a favor de egoísmos y excesos de celo por mantener los privilegios que podamos haber obtenido, y que no son ni más ni menos que lo que otros seres humanos, más desfavorecidos, quieren compartir con nosotros. ¿A alguien le extraña?

Talio