La opinión según la cual todas las religiones son iguales cada vez está más extendida. Últimamente a cuenta del papel de la mujer, o el lugar que ocupan en las teologías religiosas. El juicio contra el Imán de Fuengirola y su posterior sentencia han vuelto a reabrir el debate. Este hombre, un fundamentalista islámico, escribió y editó un manual ("La mujer en el Islam") en el que se ponía a la condición femenina en un lugar vejatorio. Se llegaba incluso a dar consejos prácticos al hombre sobre el modo de controlar a las mujeres, utilizando el maltrato físico. En la línea de aquel versículo coránico: "Amonestad a aquellas a las que sospechéis de infidelidad; recluidlas en centros aislados y golpeadlas".
Al hilo de la noticia, los juglares de lo políticamente correcto han entonado la eterna canción del laicismo sobre el papel secundario y/o vejatorio que ocupa la mujer en todas las religiones. La lucha por la dignidad de la mujer es una de las batallas más justas de la edad moderna. Hoy, afortunadamente, el terreno conquistado es inmenso y la situación ya no tiene nada que ver con la que conocieron nuestras abuelas. Pero equiparar el trato que dan todas las religiones al sexo femenino es cuando menos injusto.
Jesucristo es el hombre cuya misión vital aparece en todo momento aureolada por la mujer: María, su madre, María Magdalena, la compañera inseparable, Marta....Jesucristo, el carpintero de Nazaret, rompe con la tradición judía que le precedía en el que la hembra es un simple apéndice del varón. No es exagerado decir que Jesús es el gran valedor de la mujer en la historia de la humanidad. El bautismo, gran rito de iniciación del cristiano, no hace ningún tipo de distinción entre sexos. Nada tiene esto que ver con la teoría y la práctica musulmana. Tiene razón el periodista Martín Prieto cuando, después de señalar la común raíz judía de Cristianismo e Islamismo, afirma: "Mientras en los Evangelios impera la bondad y Jesús ampara a María de Magdala, el Corán está repleto de sangre y venganza, y posterga a las mujeres como hijas de un dios menor".
El cristianismo tiene en la dignificación de la mujer uno de sus pilares fundamentales, al contrario de lo que sucede en el mundo del Antiguo Testamento o la cultura greco-latina. Y todo esto está al margen de clericalismos o creencias personales. Del ámbito árabe-musulmán, y su libro sagrado, el Corán, se pueden extraer con facilidad interpretaciones tremendamente machistas. Desde un punto de vista genuinamente cristiano, no hay "ley divina" que pueda ir contra alguno de los derechos humanos fundamentales. Esto está tan claro como el agua en los Evangelios, aunque muchas veces la propia Jerarquía Católica haya ido, antes y ahora, contra su propia esencia vital, también en la consideración de la mujer. Desde una concepción laica del Estado, que es la única admisible hoy, no se deberían olvidar estos detalles, por mucho que esté de moda el abandono de cualquier simbología religiosa como en estos días se pone de manifiesto en Francia, un país cada día más multicultural que debate ahora la prohibición de todos los símbolos religiosos en la escuela estatal: el velo islámico de la féminas, o el crucifijo en la pared.
Hechas todas estas consideraciones, nunca debe perderse de vista que el respeto a cualquier forma de acercarse a lo transcendente debe ser norma fundamental de cualquier Estado, de cualquier conciencia mínimamente madura. Pero el respeto es hijo del conocimiento, nunca de la ignorancia sobre lo que realmente es.
Desde aquí, todo el respeto para la último Premio Nobel de la paz, la iraní Shirín Ebadi, tan empeñada en un Islam democrático como en denunciar ese nuevo fundamentalismo de las "injerencias humanitarias" encabezadas por Estados Unidos a golpe de bombas de racimo.
El movimiento falangista, que desde sus orígenes ha apostado por la no confesionalidad del Estado, ha valorado siempre la interpretación cristiana de la vida como una continua aspiración a la hermandad entre los hombres, la justicia social, y también la dignidad del ser humano, con independencia de su sexo. Una valoración que los falangistas siempre hemos situado al margen de las creencias personales de cada uno. En Falange caben todos y no se pide ninguna credencial.
Esta es la trayectoria que continua hoy Falange Auténtica.