El partido de Albert Rivera ha descubierto a tiempo la presencia de falangistas en su agrupación local de Getafe, la populosa “capital del Sur” de la Comunidad de Madrid. A tiempo de haberse servido de ellos, queremos decir, hasta la víspera misma de constituir las listas electorales. Tal parece ser el destino que espera a quienes, desde un pasado falangista más o menos lejano, creyeron en el mito de la transversalidad de los partidos de nuevo cuño. Gente útil, carne de cañón apta para desbrozar y allanar el terreno de aterrizaje de los paracaidistas políticos. Bien sabido es que éstos no saltan a escena hasta el momento de posar -con sonrisa impostada- para el cartel electoral.
Los exfalangistas son ciudadanos ubicados muy lejos de las líneas rojas de la transversalidad. Cuánto más, los falangistas en activo. De nada sirve mostrar coincidencias de fondo. Cuánto menos, la inspiración abiertamente joseantoniana de muchos mensajes que se tienen, hoy, por novísimos. La conversión a la normalidad democrática, que no se le niega ni a los antiguos asesinos de ETA, es inconcebible para los hombres y mujeres que, desde las posiciones de la autenticidad falangista, no han luchado por otra cosa que una sociedad de hombres libres, ni han proclamado otra fe que en la dignidad humana y la justicia social en el seno de una Patria unida como mejor proyecto posible de futuro. Y sin otras armas que las palabras, como quisiera el poeta.
La opinión es muy libre para seguir confundiendo a la auténtica Falange con la extrema derecha, o al tocino con la velocidad. Pero la realidad es muy otra. Ni la música de Ciudadanos, ni la de UPyD, ni siquiera la de Podemos ha resultado, hasta la fecha, horrísona a los oídos de un falangista revolucionario. Muy poco ambiciosa, en el peor de los casos. Sobre esa premisa, el mito moderno de la transversalidad hace el resto. Ese principio falaz de que “aquí caben todos los hombres de buena voluntad”. Las frutas maduras del árbol del posibilismo ya sólo requieren de alguna leyenda urbana ad hoc para caer, plácidamente, del guindo. Como la presunta militancia juvenil de la señora madre de Don Albert Rivera en la FE de las JONS (Auténtica) de los años de la transición.
“El esfuerzo inútil conduce a la melancolía”, decía el maestro Ortega. Algunos han repetido la máxima como si se tratara de la fórmula de un grimorio. Todo por demorar sine die, o esquivar definitivamente, el compromiso que todo auténtico falangista habría de asumir con su organización política natural.
En los últimos días la evidencia ha mostrado la habilidad de esta especie para revolverse hacia su origen. Especialmente, contra aquellos que creyeron en la posibilidad de mantener una identidad abiertamente falangista dentro de un proyecto, programa, declaración de principios o carta fundacional sin contradicciones insuperables con los principios esenciales de la Falange. Obviando, naturalmente, que tales principios sólo encontrarán un defensa integral en el seno de la Falange y, de manera particular, en todo cuanto se refiere a su programa revolucionario de máximos.
Hay una invitación permanente en la mentalidad falangista por participar de la política, por contribuir a la resolución de los problemas de las personas y de los ciudadanos. Pero aquello que la coherencia doctrinal no ha logrado (la exigencia de participar en la res-publica a través de las organizaciones que, con gallardía, mantienen alzada la bandera roja y negra) lo perpetra la ley de bronce de la transversalidad de los partidos que se dicen democráticos sin serlo: “falangistas, no”. Porque no.