Syriza no ha defraudado las expectativas de nadie y se ha alzado con el poder en Grecia rozando la mayoría absoluta.
La política de austeridad decretada por el gobierno alemán en toda Europa ya puede reclamar para sí el éxito de promover un avance sin precedentes del extremismo izquierdista en las sociedades donde sus preceptos se ha practicado con mayor ahínco. Del extremismo de izquierdas de verdad, del virulentamente antisistema, sin parangón con el domesticado comunismo de salón al que nos habíamos acostumbrado tras la caída del muro. Ayer fue Grecia; mañana, posiblemente, España.
Falange Auténtica observa con gran interés los primeros movimientos de Alexis Tsipras por haberse erigido en modelo de nuestra Syriza local. Hemos de despejar, cuanto antes, la incógnita de si nos hallamos ante un simple fenómeno populista o si se da en él un potencial auténticamente revolucionario.
Los matices resultan esenciales a esta hora. Si la política es el arte de lo posible, según la genial intuición de Aristóteles, el populismo es la promesa de lo imposible. En otras palabras, el populismo diseña actuaciones políticas muy acordes con el sentido común y con el ideal del Estado al servicio del pueblo pero que no pueden llevarse a la práctica al rebasar plenamente los límites inevitables de realidad económica, social e, incluso, geoestratégica en que vivimos.
La mentalidad revolucionaria principia por identificar claramente estos límites, esta tiranía de lo fáctico, y se propone una transformación radical de las bases –fundamentalmente, económicas- sobre las que se erige lo político. Para hacernos entender mejor: el cambio en las condiciones de vida de los ciudadanos –y, en términos más netamente falangistas, el incremento de su dignidad y libertad como personas- procede de una transformación radical de la estructura económica del país. Sin más rodeos: revolucionario es, hoy y siempre, quien se apresta a desmontar el modelo económico del capitalismo.
Falange Auténtica se pregunta si Syriza estará a la altura de la tarea histórica que los ciudadanos griegos le han encomendado, o si habrá de humillarse ante la dimensión titánica de su adversario. Porque, a pesar del abismo que separa a ambos países, España y Grecia comparten el gran problema de base: la carencia de industria y la ausencia absoluta de grandes fuentes generadoras de trabajo, cuyas consecuencias más inmediatas son los porcentajes insoportables de desempleo superiores al 20% en ambos casos.
Ante todo, cuídese mucho Tsipras de incurrir en el “aznarismo económico”, consistente en compensar la falta de producción industrial con el exceso de construcción inmobiliaria, responsable de una burbuja cuyos efectos dramáticos aún estamos enjuagando.
Pero acepte, después, que desmontar el capitalismo pasa necesariamente por una soberanía económica que facilite la creación de empresas competitivas a través de medios de financiación alternativos al terrorismo de los mercados, sus préstamos de usura y sus inversiones con pretensión y consecuencias políticas.
Finalmente, la izquierda –es decir: el socialismo, el comunismo, el fascismo-, espera siempre del Estado la asunción de ese papel financiero. Su relato culmina siempre con cantos destemplados a la nacionalización. Los falangistas, por el contrario, no somos refractarios a la experiencia histórica de fracasos sostenidos en este campo. Nuestro modelo apuesta, mucho antes, por la creatividad y la iniciativa de las personas. Nuestra figura de referencia no es la del trabajador militarizado, funcionarizado, sino la del socio-trabajador a la manera en que lo concibe el anarco-sindicalismo, el sindicalismo revolucionario o el cooperativismo social. Si Syriza acierta con la clave para desmontar el capitalismo desde una mayoría parlamentaria cuasi absoluta habremos de volver otra vez la mirada a Atenas, en busca de inspiración. Pero, con mayor probabilidad, el previsible fracaso del estatalismo de Syriza no hará otra cosa que ratificarnos en nuestra convicción fundamental.