Pedro Miguel López Pérez

Poco a poco todos, ciudadanos, asociaciones, colectivos de la más diversa índole, instituciones e incluso algunos políticos, parece ser que vamos tomando conciencia sobre la necesidad imperiosa de apostar decididamente por un modelo de desarrollo diferente al que ha imperado durante los últimos 150 años, caracterizado por innumerables avances industriales y tecnológicos sin pararse a pensar en las consecuencias que un desarrollo indiscriminado puede acarrear para la vida en el planeta.

Vamos comprendiendo, aún de manera lenta, que nuestro actual modelo de vida, en particular las estructuras de división del trabajo y de las funciones, la ocupación del suelo, el transporte, la producción industrial, la agricultura, el consumo y las actividades de ocio, y por tanto nuestro nivel de vida, nos hace especialmente responsables de muchos problemas ambientales a los que se enfrenta la humanidad. Aunque cuesta bastante esfuerzo, debido fundamentalmente a la cerrazón de no pocos dirigentes mundiales, estamos aprendiendo que los actuales niveles de consumo de recursos en los países industrializados no pueden ser alcanzados por la totalidad de la población mundial, y mucho menos por las generaciones futuras, sin destruir el capital natural. Así vemos como el concepto de Desarrollo Sostenible va adquiriendo cada vez mayor auge e importancia. Se entiende que el desarrollo de las sociedades humanas es sostenible en el tiempo cuando las necesidades presentes de sus poblaciones son satisfechas de tal modo que no se compromete la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer las suyas. Ello, según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza y los Recursos Naturales (UICN), supone que:


1. Se conservan los sistemas ecológicos que mantienen la vida.
2. Se garantiza el mantenimiento en el uso de los recursos renovables, reduciendo al mínimo el agotamiento de los recursos no renovables.
3. Se permanece dentro de la capacidad de carga de los ecosistemas de soporte.

En realidad, hoy en día no existe ninguna sociedad industrial o postindustrial sostenible a medio o largo plazo, por lo que el uso del término sostenibilidad sólo se refiere al proceso de cambio social hacia este estadio ideal. De esta manera lo entendieron los participantes en la Conferencia Europea sobre ciudades sostenibles celebrada en Aalborg (Dinamarca) en 1994. Quienes asistieron a la misma aprobaron una declaración conocida como Carta de Aalborg (ratificada en 1996 en la 2ª conferencia europea sobre ciudades sostenibles) en la que se reconoce que “el concepto de desarrollo sostenible nos ayuda a basar nuestro nivel de vida en la capacidad transmisora de la naturaleza. Tratamos de lograr una justicia social, unas economías sostenibles y un medio ambiente duradero. La justicia social pasa necesariamente por la sostenibilidad económica y la equidad, que precisan a su vez de una sostenibilidad ambiental”.

La sostenibilidad ambiental significa preservar el capital natural. Requiere que nuestro consumo de recursos materiales, hídricos y energéticos renovables no supere la capacidad de los sistemas naturales para reponerlos, y que la velocidad a la que consumimos recursos no renovables no supere el ritmo de sustitución de los recursos renovables duraderos. La sostenibilidad ambiental también significa que el ritmo de emisión de contaminantes no supere la capacidad del aire, del agua y del suelo para absorberlos y procesarlos.

En un modelo teórico sencillo, podemos decir que el desarrollo de la vida depende de dos únicas variables: el consumo de energía (E) y la demanda de información (I). Según el trabajo elaborado por la Universidad de Oxford en 1987 y que lleva por título Nuestro futuro común “en las sociedades humanas, la consecución del desarrollo sostenible implicaría reducir al mínimo E y, en contrapartida, utilizar al máximo I”. Así, mucho de lo que se entiende como límites a los recursos no es otra cosa que límites en la disponibilidad de conocimientos. En este mismo sentido, y abogando por la Justicia Social para conseguir la sostenibilidad, se manifiestan los firmantes de la Carta de Aalborg cuando dicen “somos conscientes de que son los pobres los más afectados por los problemas ambientales (ruido, contaminación del tráfico, ausencia de instalaciones de esparcimiento, viviendas insalubres, inexistencia de espacios verdes) y los menos capacitados para resolverlos. El desigual reparto de la riqueza es la cusa de un comportamiento insostenible y hace más difícil el cambio. Tenemos la intención de integrar las necesidades sociales básicas de la población, así como los programas de sanidad, empleo y vivienda, en la protección del medio ambiente. (...) Trataremos de crear puestos de trabajo que contribuyan a la sostenibilidad de la comunidad, reduciendo así el desempleo”.

Triste sería que declaraciones de semejante calado quedasen, como tantas otras, en agua de borrajas, ya que la insostenibilidad actual, a la que se debe poner freno, deriva en buen grado de la incapacidad o falta de voluntad, principalmente de los poderes públicos, para disponer a tiempo de los conocimientos humanos necesarios y situar el uso de energía y de recursos naturales por debajo de un nivel mínimo.