Por Juan Martín
Tambaleándose; demasiados siglos lleva ya España rodando por el empedrado, avanzando a trompicones, de traspiés en traspiés. Desde dentro y desde fuera, por unos pocos culpables y demasiados responsables, nuestra Nación va dejándose la cabeza en todas las esquinas de la Historia. Como un barco sin timón, sin destino y sin esperanza, hace demasiado tiempo que dejó de ser una empresa apetecible para quienes habitan en ella.
A lo largo de los tiempos, ese proyecto común que llamamos España, ha sido minado y derribado, una y mil veces, por los que tienen como razón única de existencia la desaparición de nuestra Patria del presente, del futuro y hasta del pasado. Miles han sido sus enemigos, nacionales y extranjeros, propios y extraños, enemigos declarados y salvapatrias henchidos de nacionalismo testicular. ¿El resultado?: la muerte lenta, dolorosa e inexorable de esa idea brillante que llamamos, aún hoy, España.
Heredad de las revoluciones liberales del siglo diecinueve, las naciones contaban con una nueva arma con la que defender el ingenio más progresista de la Historia: el estado. Esta nueva arma era la soberanía nacional, es decir, el gobierno de la patria por sus verdaderos protagonistas, por los que día a día se batían el cobre en fábricas, campos y hogares. Pero para que esta nueva y revolucionaria arma funcionase correctamente debía compartir protagonismo con dos premisas irrenunciables: la justicia social y la democracia. Soberanía nacional, justicia social y democracia; las tres patas de un mismo banco, las tres iguales, las tres equilibradas, las tres a una. Y sin ese equilibrio, el ejercicio de las demás, por separado, se hace imposible.
España se muere, si es que no ha muerto ya. La democracia ha sido secuestrada por una partitocracia que legisla a su antojo en contra de lo que ella misma predica: sistema representativo que prima a las minorías nacionalistas, listas cerradas, dependencia de los poderes estatales entre sí, utilización de los medios de comunicación para dirigir la opinión de los electores... La justicia social oculta tras el maquillaje grosero del consumismo, desplazando del estado del bienestar a una buena parte de la población que sufre para satisfacer mes a mes las necesidades creadas por la economía de mercado, y con unos niveles de endeudamiento tales que convierten el patrimonio de los españoles en propiedad real de la banca... La soberanía nacional disuelta como un azucarillo por la conversión del ciudadano en mero telespectador, pasivo, sumiso, feliz, cómodamente ignorante...
En muchas ocasiones España se ha encontrado en parecidas o peores condiciones, pero esta vez existe una diferencia. Si en tesituras históricas semejantes la nación siempre contó entre sus filas con resortes que saltaban para sostener cada una de las patas que se rompían, la soberanía, la justicia social o la democracia, esta vez parece huérfana de valedores.
Quienes ponen el empeño están descoordinados, quienes podrían no quieren, quienes queremos no podemos. Mientras que los que atacan lo hacen dentro de un orden implacable, los defensores nos batimos en retiradas desordenadas que más bien parecen desbandadas alocadas de quienes se saben impotentes. ¿No va a haber nadie con la capacidad suficiente, la energía necesaria y la astucia propia de los que ofrecen esperanzas?.
España no necesita un mesías redentor, no un caudillo ni un superhéroe: España sólo será si es tarea colectiva. En la mano de los pocos que aún mantenéis el nombre de España entre los labios está el buscar acuerdos que superen con creces vuestras diferencias, ofrecer proyectos que se sitúen a la altura que el momento histórico requiere y trabajar conjuntamente con quienes sólo compartís una idea: España, en plenitud soberana, justa y democrática.