Todavía no ha transcurrido un año desde que un anónimo abogado español denunciara al Reino de España por corrupción judicial sistemática ante el Departamento de Justicia de la Unión Europea. Nos lo acaba de recordar Diario 16, único medio español aparentemente interesado en este particular.
A pesar de su gravedad el asunto estaba destinado a diluirse dentro del inasible caudal de la actualidad y de la microinformación diaria. Es lo habitual. Pero dos factores han concurrido para que el plazo de caducidad de la noticia haya sido prorrogado: que la Unión Europea tomara muy en serio la demanda y que sus instituciones lleven ya diez meses sin saber muy bien qué hacer con la patata caliente. Tal vez alguien se ha tomado la molestia de traducir a todas las lenguas oficiales de la Unión el viejo aserto español que afirma que, cuando el río suena, agua lleva.
La actuación de este abogado anónimo, tan digno de portar su toga, se mantiene en la línea de una denuncia elevada un mes antes por la Asociación Europea de Ciudadanos contra la Corrupción ante el organismo GRECO (Grupo de Estados contra la Corrupción), dependiente del Consejo de Europa, por la “corrupción sistemática de Consejo General del Poder Judicial”.
Como novedad, incluye datos del Eurobarómetro que inciden en el amplio y creciente descrédito de la Justicia entre la ciudadanía española, al considerarla afectada por una “corrupción sistémica” (ojo: sistémica, estructural) tan acusada que requiere ya de una “reforma profunda y urgente” más que de operaciones estéticas. La misma percepción declaran nuestras empresas, así como la misma atribución de unas causas que no son otras que la injerencia del mundo de la política y de los intereses económicos en la impartición imparcial de la Justicia. En otras palabras, la española es una Justicia gravemente tocada por el cáncer más letal, la prevaricación o acto de faltar conscientemente un funcionario a los deberes de su cargo al tomar una decisión o dictar una resolución injusta, con plena conciencia de su injusticia.
Para apuntalar bien las acusaciones de la demanda se da entrada a las estadísticas domésticas del CIS cuyos datos, actualizados con los resultados del último Barómetro de julio de 2020, revelan cómo la mayoría de los entrevistados atribuyen el mal funcionamiento de la Justicia al trato discriminatorio hacia los ciudadanos (24,8), la politización (26,7) y la corrupción (20,4). Estas tres causas figuran entre las cinco más votadas junto con la burocratización (25,3) y la liviandad de las penas (31,6).
¿Qué opinión merecerán, en consecuencia, estos jueces españoles cuya imagen pública es la de la prevaricación, la corrupción y el servilismo a los intereses políticos y económicos? Pues bien se puede imaginar: al 60% de los ciudadanos los jueces les inspiran poca o ninguna confianza. No extraña que el 80% considere necesaria o muy necesaria la aludida reforma de la Justicia, churretosa y en harapos, de nuestro país.
Pero los árboles no deben impedir ver el bosque. El verdadero problema radica en que, a pesar de todo, estos mismos jueces conservan sus plenos poderes para continuar enviando gente a la cárcel o para hacer la vista gorda según los casos y al albur bananero de Su Señoría. Una situación alarmante por cuanto más de la mitad de los españoles niega la independencia de criterio de los magistrados.
Sólo una sentencia política, ideológica, puede servir de explicación para algunas novedades judiciales muy cercanas en el tiempo; en otras palabras, sólo dando por probado el fin de la independencia y la instauración de la arbitrariedad judicial. Y sí, efectivamente, nos estamos refiriendo a la escandalosa desproporción entre las penas impuestas a los participantes en el altercado de la librería Blanquerna de Madrid, menor por cuanto concluyó sin heridos ni destrozo alguno, y las consecuencias judiciales de las jornadas de fuego y destrucción que asolaron la ciudad de Barcelona en fechas aún cercanas. Son las consecuencias de un menage-a-troi donde Legislativo y Judicial se acuestan con Ejecutivo para que Montesquieu pueda interpretar el papel de cornudo. Sin perder de vista que, en esta orgía entre los poderes “independientes” del Estado, quién tiene la llave de la habitación es el nazionalismo catalán. Si a su manera cayó Vidal-Quadras, que pertenecía al establishment, ya me dirá usted que oportunidad esperaba a los procesados por el caso de la librería. Como dejó definitivamente sentado el gran Francisco de Quevedo a caballo entre los siglos XVI y XVII, ningún vencido tiene justicia si lo ha de juzgar su vencedor.
Un puñado de hombres buenos, ocultos bajo las togas adornadas con puñetas, sostienen la última esperanza del ciudadano frente a la inmensa mole del poder. Son aquellos jueces que hablan abiertamente en elitistas foros de presiones e intentos de sobornos para animarles la vena prevaricadora. Demasiado pocos, demasiado aislados, demasiado lejos del núcleo del poder judicial, demasiado evidentes para hacer carrera... pero, tal vez, demasiado nobles para seguir guardando un minuto de silencio cómplice más.
GONZALO CERVENT