Por José Antonio Vergara Parra
Tan pronto surge la oportunidad, le tiro al degüello a la Ley de Recuerdos Selectivos que es como debería llamarse la eufemística Ley de Memoria Histórica. No por lo que dice sino por lo que calla pues no hay peor embuste que un relato sesgado. Una Ley que pretender resarcir desagravios obviando la II República Española, es obra de malvados y desinformados. Cuando Franco murió yo contaba con nueve años y doce cuando el referéndum de la Constitución del 78. Pertenezco a esa generación que creció en el ocaso de la dictadura y que, por imperativos etarios, no tuvo un papel relevante en la transición española.
A Dios gracias, y no LE nombro en vano, mi juventud y madurez se han forjado en la democracia. Pude y quise estudiar en profundidad los entresijos históricos y políticos que forjaron el Régimen del 78. Salió bien pero pudo haber salido mal. Hubo momentos extremadamente delicados; la legalización del Partido Comunista de España fue uno de ellos. Es seguro que hubo costuras apenas hilvanadas, trasuntos inconclusos y agravios pretéritos por resarcir. Parece evidente, también, que hay heridas que no acaban de cicatrizar y leyendas y verdades por esclarecer.
A modo de un lacónico resumen, digamos que los siete padres constituyentes, entregados a una empresa capital y bajo el asedio de circunstancias excepcionales, desplegaron un admirable esfuerzo intelectual. Plurales y complejos fueron los frentes mas una única prioridad: dotarnos de la norma fundamental que sustentara, con la debida fortaleza, el tránsito de una dictadura cuadragenaria a una democracia lozana.
Las tensiones políticas y sociales enmudecieron frente al ansia de libertad del pueblo español. Cuando se ha estada cuatro décadas encadenado, la libertad infunde hasta vértigo pero, antes o después, conviene asomarse al precipicio, desplegar las alas y emprender este inquietante aunque maravilloso vuelo.
Desde entonces hasta hace bien poco, aquel consenso, aún sometido a embates no menores, ha funcionado razonablemente bien. Habrá quien no quiera ver o quizá ande yo equivocado pero ha llegado el momento de mover ficha. Dije antes, y lo reitero, que algunos asuntos quedaron inconclusos y otros se dieron por descontados. Media España llora por un costado y urge una Segunda Transición. La democracia es anterior a la Ley pues el Derecho no se revela a modo de tablas moisequianas sino que es o debiera ser el resultado de la razón y la democracia. Lo diré de otro modo para disipar erróneas interpretaciones. La Ley tiene vocación de permanencia y está llamada a cumplirse pero el legislador se enfrenta a una encrucijada; habrá de decidir si en verdad quiere escuchar a su pueblo o prefiere escamotear la genuina soberanía popular al abrigo de un malentendido paternalismo.
Una y otra vez nos privan de voz. Habrá que piense que los partidos políticos representan las diversas sensibilidades sociales y que, en la medida de la fortaleza recibida, implementan aquellas o esotras medidas. Hay verdad en ello pero no toda la verdad. El consenso político solo se alcanza cuando del amejoramiento de sus fueros se trata. Hay quien promete lo que no podrá cumplir o quien miente a sabiendas o quien oculta la verdad. Digamos que la clase política anda más afanada en conservar su trabajo que en hacer su trabajo. La prensa ya no vive de sus lectores sino de sus mecenas. Servir a principios éticos e ideológicos es tan legítimo como deplorable capitular frente al maldito dinero.
Todos invocan la democracia como un valor supremo pero pocos parecen aceptar su verdadero significado.
Corría el año mil novecientos ochenta y cinco; Felipe González era Presidente del Gobierno y Ledesma Ministro de Justicia. Una ley orgánica sodomizó la independencia del Consejo General del Poder Judicial, del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional. La separación de poderes, acuñada en el Espíritu de las Leyes de Montesquieu (autor influenciado por Platón, Aristóteles y otros autores más tardíos), fue hecha jirones. Más adelante, hubo quienes pudieron enmendar aquella fechoría pero no lo hicieron; quizá porque cuando el aspirante toca poder tiende a conservar lo que lo es útil, aunque sea obsceno.
La sociedad española está severamente fragmentada y muy cabizbaja. La política, salvo honrosísimas excepciones, se ha convertido en una oligarquía alejada del pueblo que dice representar. La Justicia, que debiera fiscalizar la acción política y preservar el imperio de la Ley, se haya intervenida por el poder legislativo. El Fiscal General del Estado, que debiera ser elegido por la carrera fiscal y no por el gobierno, parece más interesado en el interés del empleador que en el público. La prensa está maniatada por sus patrocinadores. Un preocupante relativismo moral y ético se ha adueñado del común de los ciudadanos. El hombre ha dejado de ser el centro de todo para convertirse en un engranaje caduco y prescindible de la peor versión del sistema capitalista. Nadie nos pregunta, por ejemplo, si queremos una monarquía parlamentaria o una república, la Ley D,hont o un sistema donde el voto de un extremeño o de un murciano pesen lo mismo que el de un vasco o un catalán. O si la sanidad, la educación y la justica deben retornar al Estado. O si, al modo francés, queremos una segunda vuelta que garantice la estabilidad o preferimos seguir instalados en este desgobierno.
La sociedad española bascula entre el escepticismo, la resignación y la desesperanza y es urgente devolver la fe a los españoles. El proyecto vital de toda persona debe ser también el proyecto del Estado, de modo que haya una sinergia entre el individuo y el estado-nación. La libertad, la dignidad y la transcendencia de todo individuo deben capitalizar, de una forma integral y principalísima, la acción del estado.
Las plusvalías empresariales deben llegar a todos los trabajadores porque, frente a posturas puramente capitalistas, el Estado debe velar por el bienestar de todos. El comunismo supuso una crítica radical al capitalismo pero, lejos de aportar soluciones, sólo trajo desolación y penuria. Hagamos que la dignidad, integridad y talentos de cada español sean aprovechados en beneficio propio y en el de la comunidad. Procuremos que el fruto del trabajo colectivo alcance a todos, que nadie quede en el camino y que todos se sientan parte sustancial de un proyecto nacional, donde nuestra portentosa Historia y raíces cristianas empapen cada pensamiento. El estado debe ser aconfesional; naturalmente que sí mas despreciar lo mejor de nosotros, nuestra espiritualidad, nuestros fundamentos católicos no solo sería una afrenta sino además un suicidio colectivo. Habrá a quien le chirrien tales aseveraciones pero las pienso de veras y callarlas sería propio de cobardes y tibios, incluso de irresponsables. Y a mi edad ya no soy una cosa ni las otras.
Hay más opciones, claro está. Pueden ustedes seguir votando a quienes cambian de siglas como de camisa, a quienes carecen de principios o los venden muy baratos. Sigan votando a quienes, por un mullido sillón, nos venden a las eléctricas para que el sacrificio extenuado de millones de compatriotas sufrague el lucro de unos pocos. Sigan votando a quienes confiscan nuestro sudor para malgastarlo en dispendios y ocurrencias. Voten a quienes nos dicen cómo hemos de vivir, qué pensar y qué soñar. Voten a quienes sus vidas son la antítesis de sus sermones. Voten, si así lo prefieren, a quienes, por su indiferencia y complicidad, permiten que las drogas, el alcohol o el juego sean los nuevos y devastadores ideales de nuestra juventud. Es una opción pero yo paso.
No me resigno. Que no cuenten con mi silencio. Aunque me vaya la vida en ello, estoy decidido a involucrarme, a luchar por mis hijos y por todos los hijos. Por nuestros mayores y por los concebidos a los que nadie escucha. Quiero que la razón, el trabajo, la dignidad, la solidaridad, la justicia, la cultura y la patria lleguen a todos los corazones. Quiero que España vuelva a ser una gran nación donde todos nos sintamos parte inseparable de ella; deseo que la Hispanidad invada, cuan brisa sazonada y fresca, el hogar de los españoles de bien, que son legión y que llevan demasiado tiempo olvidados. Solo dispongo de una herramienta; la palabra y pienso usarla. Definitivamente, España debe dejar de ser la coartada de unos pocos para convertirse en la ESPERANZA DE TODOS.
Y ahora que lo pienso; ¿de qué me suena a mí todo esto?