Por Eduardo López Pascual
No he estado en la manifestación del Día de la Mujer. No porque no me identificara con las reivindicaciones de las féminas, que las defiendo a capa y espada -las que son puramente propias de su condición como seres humanos y, como tales, deben tener los mismos derechos y oportunidades unos y otras-, sino porque física y éticamente no me apetecía estar allí. En esa marcha multitudinaria, y no le quito su enorme afluencia, aparecían pancartas, se oían gritos y se exclamaban frases que en nada correspondían a las peticiones que, como mujeres, eran necesarias y urgentes.
Y si consideraba, por otra parte, el manifiesto con que se justificaban las feministas, muchas de ellas “semiprofesionales” en estas lides, la verdad no pensaba que tuviera que estar allí por más que entendiera el significado original del día 8 de marzo. Así que, aunque en persona no caminara junto a ellas, moralmente me situaba junto a quienes, mujeres u hombres, luchaban porque desapareciera definitivamente cualquier signo de discriminación o marginación derivada de su género.
¿Qué condición necesitaba decir que son antimilitaristas? Precisamente hoy, cuando en los ejércitos españoles se cuentas por miles las mujeres que engrosan sus filas como las de los cuerpos de seguridad del Estado. ¿Por qué chillar a favor del aborto, que a mí me parece un acto criminal, si hay millones de mujeres y de hombres que lo rechazan desde el primer momento de vida? ¿A qué se debe esa iconoclasta manía de condenar a las y los que no aceptan las listas paritarias y sí eligen a las y los, mejores? En fin, ¿qué tiene que ver la forma de estado, República o Reino, con la reivindicación feminista? Y así toda una serie de cosas que me hacían imposible el festejar en esa marcha las justas reivindicaciones de las mujeres.
Me gustaría en este momento recordar a otras mujeres que, sin ser de la izquierda manipuladora (las Calvo, Montero o Irenes del momento) hicieron más por ellas que cien manifestaciones del tipo de este año. Y me viene a la memoria los trabajos legislativos de Isabel I de Castilla, la lucha firme y limpia de Emilia Pardo Bazán, de Clara Campoamor o Concepción Arenal; y Maruja Mallo y Concha Méndez (las de los “30 sin sombreros”), las iniciativas legales de Mercedes Bachiller, Mercedes Formica, Mónica Plaza -estas últimas de filosofía y compromiso falangista- que, menos voncingleras y más resolutivas, hicieron por la mujer mucho más que estas miles de mujeres que, muchas de buena fe pero arrastradas por la demagogia, se manifestaron en España.
No estuve, repito, en las manifestaciones de este ocho de marzo. Pero yo estoy siempre en todos los ochos de marzo que defienden, sin demagogias, la dignidad, igualdad e integridad de todas las mujeres del mundo, grandes o chicas, porque todas merecen nuestra admiración. Estoy convencido de que mi Ocho de Marzo, aunque no pase por la utilización politiquera, también vale.