No es sólo que por aquí se ignore a ese insólito grupo de Puerto Rico partidario de la reunificación con España; también por aquí se desconoce la existencia de aquel otro añejo y decidido movimiento independentista gestado en universidades y en barrios bravíos de la nación boricua. Nos dicen que allá hay zonas en que, aun a costa de sufrir marginación, se resisten a venderse a la vorágine de un desarrollismo turístico de tufos coloniales al gusto gringo. Son sus habitantes los que nutren las raíces hispanas de la perla caribeña a la que arribó Juan Ponce de León en el siglo XVI y los que están dispuestos a hacer entender al mundo que la hispanidad en el siglo XXI será, por paradójico que le pueda sonar a los superficiales, palabra sinónima de anticolonialismo.
El colmo llegó cuando en el último Congreso de la Lengua Española, celebrado en San Juan de Puerto Rico, el rey de España, Felipe VI, dijo “congratularse de regresar a los Estados Unidos”, y el director del Instituto Cervantes aludió a la circunstancia de que fuese la primera vez que un Congreso de la Lengua Española “no se celebrase en Hispanoamérica”. La monarquía y la institución académica mostraron fehacientemente que queda lejos de sus intenciones causar la más mínima inquietud al emperador yanqui, aunque para ello tengan que hacer pasar a todo un pueblo por invisible y sacarlo de la, cada vez más presente, familia hispana.
No olvidemos que Puerto Rico, en cuyo escudo encontramos el yugo de Fernando y la flechas de Isabel, es un territorio invadido por los Estados Unidos en la Guerra Hispanoamericana de 1898, y que España cedió esta tierra en el Tratado de París como botín de guerra, desentendiéndose de una parte de quienes eran sus ciudadanos y súbditos de su corona.
Lo ocurrido en el último congreso de la lengua de Cervantes provocó la respuesta airada del escritor cubano-puertorriqueño Eduardo Lalo, quien respondió a la corrección política de los entregados españoles escribiendo un contundente artículo titulado “Actos de Barbarie”, en el que dejaba bien claro que “ni la cultura ni la lengua son un adorno, sino que constituyen lo que nos ata a la vida y lo que nos permite día a día luchar encarnizadamente contra las condiciones históricas que hemos padecido y que aún padecemos”.
Pero no se enfaden, hermanos de Puerto Rico; no vuelvan su cólera hacia una España que no existe. Del concierto internacional, España hace tiempo que desapareció. España no tiene política propia. España es un país sumiso, que hace ordenadamente lo que le mandan desde Washington, Berlín o Bruselas. No se les olvide que España ya pertenece al mundo desarrollado y civilizado, como nos repiten sin parar nuestros nuevos centinelas de Occidente. Si España siquiera entreviese la misión histórica con que le apremia ya este siglo XXI, se pondría en trance de sufrir un vértigo insuperable.
La historia del mundo que se nos viene, irreversiblemente universal, y no necesariamente globalizada, está ya cuajada de tensiones que pueden llevar a la humanidad a salidas catastróficas. Nuestro mundo se estremece cada día por las rigideces culturales y seudorreligiosas, por las tragedias migratorias, por los conflictos bélicos, por la insufrible pobreza de la mayoría de los habitantes del planeta, así como por las estrategias de control, por y para los países privilegiados, de aquellos sectores considerados estratégicos. Y es aquí donde a la Iberoamérica cósmica de Vasconcelos, de la que España forma parte, le aguarda una misión irrenunciable.
Como decía hace ya años el profesor Rubio Cordón, Occidente es blanco, es rico, defiende la libertad económica; Iberoamérica, por el contrario, es mestiza en cultura y en raza, comprende zonas importantes de subdesarrollo y tiene necesidad de integrar para su desarrollo planificación y libertad. Iberoamérica es síntesis de cultura ibérica, europea, y de cultura aborigen. Incluso era ya mestiza la Europa que fue a América: los conquistadores, aventureros, frailes, hombres ibéricos que fueron al Nuevo Mundo, llevaban en su espíritu y en su sangre ocho siglos de convivencia y de lucha con los árabes presentes en suelo peninsular. Y es así que hicieron un Imperio al modo religioso de los árabes, y no al modo mercantil del resto de los europeos.
Hispanoamérica sufre explotación económica y atraso económico, y ello la compromete, en este momento histórico, solidariamente con todos los países desposeídos de África y de Asia. Hispanoamérica necesita desarrollo, y éste no puede dárselo, en unas condiciones verdaderamente humanas el capitalismo neoliberal. Iberoamérica tampoco soporta, por sus raíces hispanas, la falta de libertad de sistemas fracasados en lo político y en lo económico. El destino iberoamericano es un destino de síntesis, un destino mestizo, no solo para sí mismo, sino para el destino total de la humanidad. La raza que anunciara Vasconcelos será la única raza sobre la tierra pasado el siglo XXI, venga o no una hecatombe.
Pero es que el mundo hispano podría anticiparse a la catástrofe aportando una amplia zona de concordia, sintética e inclusiva, más allá de un mero mercado de quinientos millones de habitantes, aspecto tampoco desdeñable para fundamentar otro modelo de economía. En la hispanidad toda podría ensayarse un modelo de nueva y auténtica catolicidad, donde el valor de la cooperación, ensayado de un modo privilegiado en el modelo descentralizado y comunal de sus viejos cabildos y ayuntamientos; el valor de la solidaridad y la donación característico de los pueblos aborígenes; el valor de la igualdad intrínseca del género humano gestado y legislado en las universidades españolas del Renacimiento; sirvieran de contrapunto fraterno al egoísmo, al utilitarismo materialista y al despojo provocado por el descomunal desorden establecido. Y esta es la misión de España en el siglo presente, de la España europea y de las diferentes Españas americanas.
Pero, no se equivoquen hermanos de Iberoamérica ni llamen a tan malas horas. En el viejo solar hispano sus moradores están de liquidación, andan ausentes de sí mismos, les han comprado sus sueños con una moneda de falso oro alemán, y los distraen con evasiones variopintas y disgregadoras. Languidecen en una blandura disolvente, y dormitan. En sus pesadillas, que las tienen, pueden incluso confundir los gritos airados de los rebeldes auténticos con el bostezo estentóreo y desilusionado de los tristes.
O, acaso es que hayan abandonado ya, para irse a viviendas más confortables, sus viejas moradas de lascas de piedra: aquellas a las que se accedía entre riscos y vericuetos imposibles, en aquellos lugares donde apacentaban cabras y soñaban con rutas hacia El Dorado a través de océanos interminables.
Sí; es por eso que no responden a sus golpes a la puerta. No se enfaden si no contestan a su llamada. ¡No hay nadie en casa!
José Ignacio Moreno Gómez