La imposición de lo políticamente correcto no sólo ha calado profundamente entre los acólitos de la izquierda, sino que ha impregnado, vergonzantemente quizá pero sin duda, también a una gran mayoría de derechistas. Al menos en las formas, en silencios iniciales que desembocan resignadamente en asentimientos y aceptaciones cansinamente definitivas.

Las pocas voces discordantes (entre ellas con un tono decididamente propio, los falangistas) no sólo no han podido con esta tendencia homogeneizante sino que no han sido obstáculo para que el dogmatismo progre de un paso más, para llegar al concepto de lo científicamente aceptable, y fuera del cual no es admisible ninguna discrepancia, duda o crítica. Esto es, paradójica y trágicamente, la negación del mismo método y aún espíritu científico. Son varios los ejemplos que ya existen de esta no tan nueva tendencia, pero hasta ahora no han sido más que tímidos pasos de ensayo-error para desembocar en lo que es sin duda su manifestación más paroxística: El Cambio Climático Global, sus orígenes y sus consecuencias (En resumen, la temperatura del planeta está subiendo debido a las acciones humanas y ello conllevará todo tipo de catástrofes, desde extinciones de seres vivos a proliferación de enfermedades pasando por dramáticas elevaciones del nivel del mar).

 

 

 

 

En torno a este tema, no se trata ya de las más que razonables dudas que existe en una parte creciente de la Comunidad Científica y que abarcan todo el abanico posible de posturas: desde la negación total del fenómeno hasta las discrepancias en cuanto a las causas del mismo, de aceptarlo, para llegar a las intensas discusiones sobre el verdadero alcance de los posibles efectos. Se trata en realidad de algo mucho más preocupante, y es el de la descalificación inmediata de todo aquel que muestre su escepticismo ante el dogma, en un hecho sin precedentes ante una controversia científica en tiempos modernos. No se encuentra comparación más clara que en los anatemas inquisitoriales, de los cuales esa misma progresía dogmática actual ha sabido sacar buena tajada para terminar cerrando el círculo al convertirse exactamente en aquello mismo y tan denostado.


No se pretende aquí dar los argumentos científicos para matizar o aún ir en contra del dogma en sí, sino de reflexionar en cuanto la raíz misma del problema de utilizar la Ciencia para ir en contra de su misma esencia: la permanente puesta en duda de toda hipótesis y su confrontación continua mediante el análisis y la discusión. La imposición dogmática es un paso más de la supuesta progresía en pos de lograr un pensamiento único que una vez dados sus frutos en lo político y lo histórico pretende acabar con los últimos bastiones del pensamiento autónomo que es, por definición, crítico.


El peligro de esta estrategia no es sin embargo nimio para sus propios pertrechadores. La gente reacciona muy mal ante los intentos de engaño, y termina por no creerse finalmente nada. El cuento de que viene el lobo tiene un precedente en esta dictadura climática con lo ocurrido con la defensa de la Amazonia. Quienes tenemos más de tres décadas recordaremos aquel argumento de que había que proteger la pluvisilva centro-sudamericana porque era "el pulmón del planeta: allí se producía la mayor parte del oxígeno que necesitamos para respirar el resto de los seres vivos, y de seguir la tala simplemente nos asfixiaríamos. Hoy cualquier estudiante de bachillerato sabe que eso es un disparate ecológico. Como ecosistema climácico que es, la selva amazónica tiene una producción de oxígeno neto prácticamente nula, pues todo el producido en la fotosíntesis es consumido por los propios organismos del ecosistema en la consecuente respiración. La razón principal de la salvaguarda del tesoro amazónico es su Biodiversidad, concepto que hoy ya es familiar pero que en la época de la "tesis pulmonar planetaria no estaba tan desarrollado y no calaba en la gente. El fin justificaba los medios, y se recurrió a una falacia científica para ello, algo similar a lo que ocurre ahora con el manido Cambio Climático Global.


Ya algunos científicos empiezan a recoger velas, argumentando que al menos este monumental tinglado está sirviendo para que la gente se conciencie de contaminar menos, gastar menos combustible fósil, etc. Sin embargo, las consecuencias pueden ser gravísimas. No sólo desde el aspecto ya comentado de utilizar una falsedad con la sociedad, sino el de la propia inercia de este monumental tinglado que, una vez puesto en marcha, ha generado impulsos y dependencias vitales para muchas personas. Es increíble la cantidad de agencias, institutos y otros organismos creados en torno al dogma y las ingentes dotaciones económicas destinadas a los mismos. Y sin bien no son pocos los científicos, tradicionalmente en precaria situación económica, que se han visto beneficiados por parte de estas dotaciones, son en realidad los burócratas y enchufados políticos quienes más tajada sacan. El caso de Al Gore es ejemplificante. Y lo triste es que si un consenso hay en torno a este tema es el de que, en cualquier caso, el enorme esfuerzo económico destinado a disminuir las actividades humanas causantes de las emisiones supuestamente responsables del incremento de las temperaturas, será inútil. Todo lo más se produciría un retraso temporal muy pequeño en dicho aumento térmico que asimismo se vería disminuido cuantitativamente en un porcentaje mínimo. Y es sólo un quizás.


En definitiva, un dinero que podría solucionar gravísimos problemas reales incluso a nivel mundial (hambrunas, escasez de agua, subdesarrollo…) se dilapida sin mucho sentido o, al menos, sin la necesaria y serena reflexión científica, sin más presiones ni intereses. Los falangistas no podemos quedarnos al margen de esta situación, pese al peligro de ser anatemizados (¡una vez más!). Pero en este caso, la denuncia de la falacia política puede tener su calado social. Mientras los políticos se preocupan de una supuesta catástrofe ecológica a nivel global, en instancias más locales destrozan, por poner sólo un ejemplo próximo al lugar y a quien argumenta, las zonas costeras levantinas e insulares españolas con una muralla de cemento y hormigón que arrasa los ecosistemas zonales y se convierte en foco de continuos problemas sociales en cuanto a seguridad ciudadana, explotación laboral y riesgo económico, entre otros. La Ley de Costas es inexorable a la hora de demoler una pequeña construcción tradicional erigida en el dominio público marítimo terrestre pero no toca a los grandes hoteles y urbanizaciones que la vulneran igualmente pero con el agravante del lucro.

 

Y ese es un mensaje-denuncia claro que los ciudadanos, en su perplejidad y hartos de engaños, podrían aceptar aún viniendo de nosotros, los políticamente incorrectos, históricamente denostados, y que, además, venimos a ser científica y socialmente incómodos.

 

Francisco Govantes Moreno
Biólogo Ambiental y Psicopedagogo