Aquilino Duque
Conferencia pronunciada con ocasión del centenario del nacimiento de José Antonio.
Sevilla. 24/4/03
Con ocasión del centenario del llamado Desastre, que permitió a la gran nación norteamericana iniciar su brillante trayectoria imperial, pude publicar un librito que titulé Actualidad del 98, pues entendía y entiendo que los escritores de esa generación volvían a tener actualidad, en la medida en que las críticas que ellos aplicaron a la España de la I Restauración eran enteramente aplicables a la España de la II. Entre dos centenarios de poetas del 27 – el de Cernuda y el de Alberti – celebrados con la máxima pompa por la España oficial de esa II Restauración, hay otro centenario cuya celebración me temo que quede restringida a lo que unamunescamente cabría denominar la Intraespaña. Y es que, del mismo modo que los escritores del 98 resultaron incómodos a ambas Restauraciones, es difícil que no se lo resulte José Antonio Primo de Rivera a los "señoritos satisfechos de la II. De ahí la actualidad que yo le veo y que puede comprobar cualquiera que sine ira et studio se acerque a sus escritos.
El 27 de agosto de 1934 – en pleno "bienio negro pues - escribía José Antonio en el periódico Libertad, de Valladolid:
"…el último período político transcurrido bajo el signo de las derechas, ha sido de una desoladora esterilidad. No ya en los resultados, sino, lo que es peor, en la temperatura y en el tono. España va trampeando su suerte; pero no ha sentido ni las primeras sacudidas en su viejo fondo histórico y popular. Todos sus magníficos resortes espirituales siguen en desuso. Ha habido regateos en el detalle, pero las derechas no han querido, o no han podido, lanzar la gran palabra del entusiasmo.
Pues, ¿y las izquierdas? Las unas -…- ya se han desligado por completo de toda emoción española. No hay movimiento separatista, por ejemplo, que no cuente con su aquiescencia.
…la justicia, más mediatizada que nunca por la política… Y en cuanto a las otras izquierdas – el socialismo -, nadie podrá abrigar la mínima esperanza. En el socialismo, fuera de dos o tres ideólogos cada vez menos influyentes, sólo hay dos clases de elementos a cuál menos estimables: un equipo de viejos zorros duchos en picardías políticas y habituados a los mismos burgueses, y una masa rencorosa cada vez más cerrada a toda sensibilidad espiritual, bolchevizada, encendida de rabia por una Prensa inmunda y a la que se prepara para la revolución por medio de las drogas más adecuadas: el materialismo, el desnudismo y el amor libre.
Tal es el panorama de España: un Gobierno de centro que languidece en su consunción; unas derechas faltas de fe y de empuje; unas izquierdas antinacionales. Y, olvidada, España.
Si estas palabras que extracto son, mutatis mutandis, aplicables a la España de 2003, quiere decir que España ha retrocedido a unas calendas que no presagiaban nada bueno, pero poco valdría la actualidad de José Antonio si la redujéramos a la parte negativa y crítica de sus observaciones. Éstas en efecto se aplican a una realidad que la Historia ha transformado en gran medida, una Historia que parte de una situación revolucionaria a la que José Antonio quiso oponer una revolución de signo contrario, y no hay revolución, del signo que sea, que no sea el primer acto de una guerra civil. Esa "revolución verdadera que él proponía, tenía por objeto entre otras cosas devolverle a España "un quehacer histórico interesante y grande, organizarla "de arriba abajo de una manera justa y acabar "con el escepticismo, con el hambre de tantos y con el lujo parasitario de unos pocos. De esos anhelos, sólo el acabar con el hambre se lograría, que no es poco, pero el lujo parasitario iría a más y el escepticismo volvería a encharcar las conciencias.
Ese encharcamiento de las conciencias es cabalmente lo que permite ahora ese encogimiento de hombros colectivo ante las amenazas que representan para la existencia histórica de España los vicios ocultos de la actual Constitución. He dicho en más de una ocasión que la actual Constitución es el lecho de Procusto en el que España no cabe a menos que se le amputen dos o tres regiones, y la labor principal de las fuerzas políticas es anestesiar a la nación para que se deje amputar sin ofrecer resistencia. La mejor manera de anestesiar a un pueblo es desacreditando su Historia y la mejor manera de desacreditar una Historia es contarla al revés.
Precisamente una de las empresas de los hombres del 98 fue el de recuperar y rehabilitar una Historia que los hombres de la generación precedente – con alguna excepción de calidad - habían dado en la flor de denigrar. También ellos, y me refiero a krausistas e institucionistas, amaban a España pero España no les gustaba, y pensaban que entre la España de sus sueños y la de la realidad se interponía una Historia equivocada que había que rectificar. Aun así, ese afán de rectificación estaba hecho de buena fe, pues a ninguno de ellos se le ocurrió reescribirla. Es más, el propio Galdós, tan próximo a ellos en el tiempo y en muchas cosas, pondría en solfa la manía de reescribir una Historia a gusto del consumidor. En esto se adelantaba Galdós a su tiempo, en cuanto que su anticipación no se verificaría plenamente hasta finales del siglo XX y comienzos del XXI.
Contarle a un pueblo su Historia al revés es infundirle conciencia de haber vivido en un engaño, para que, al lamentar los presuntos engaños del pasado, no pare mientes en los gruesos engaños del presente. Si hay algo que permita medrar a la clase política en una democracia es el escepticismo de unas masas a las que sólo se les sacude de su letargo para esos ejercicios de odio al prójimo que son las campañas electorales.
El odio al prójimo no tiene que ver nada con el hambre, aunque en otros tiempos haya hecho con el hambre una mezcla explosiva. La mezcla del odio con el hambre pertenece a los tiempos, por ahora fenecidos, de la lucha de clases, tiempos en los que le tocó vivir a José Antonio, quien vio muy claro la fuerza que esa lucha, que ese enfrentamiento, sacaba del hambre de muchos y del lujo parasitario de unos pocos. Hoy no cabe hablar de clases, como no cabe hablar de derechas, pues todo el mundo es de izquierdas mientras no se demuestre que es de centro. El forcejeo entre los grandes partidos parlamentarios consiste en ver quién defiende mejor a los privilegiados de la clase única, a cuyo parasitismo más o menos lujoso no están dispuestos a renunciar.
No estamos aquí, sin embargo, para entregarnos a una mezquina comparación de las miserias presentes y pretéritas de nuestra historia democrática. Pero vivimos tiempos de leyenda lila, como decía Menéndez Pelayo, una leyenda que falsea por completo la realidad en la que José Antonio desarrolló su vida pública. De esa época nos quedan muchas cosas buenas, pues en ella vivieron españoles insignes de los que algunos compatriotas hemos aprendido a pensar, a expresarnos y a comportarnos. Uno de ellos fue José Antonio Primo de Rivera, el centenario de cuyo nacimiento tengo la honra de conmemorar, del mismo modo que en su día conmemoré el de Ortega y Gasset, el de Jiménez Fraud y el de la llamada generación del 98. De todas estas conmemoraciones, hay que reconocer que la más difícil es la de José Antonio, primero, por la sacralización de que fue objeto por parte del llamado "régimen anterior, lo cual hace que se le incluya en la leyenda negra de que es víctima ese régimen, y segundo, por el inevitable encuadramiento de su figura en los fascismos de los años 30.
Visitaba no hace mucho el Castillo Estense de Ferrara cuando un guarda me señaló una sala diciéndome: "Esa era la oficina de Italo Balbo. Ya ve. En Nueva York tiene una calle y aquí en Italia, nada, porque dicen que era fascista". Otro empleado del museo que pasaba le dijo, seguramente con sorna, porque con los italianos nunca se sabe: "Será un embustero quien lo dice, ¿no?" Yo los podía haber sacado de dudas diciendo que también de Mussolini se dice que era fascista, pero opté por no meterme en dibujos ni terciar en disputas de familia. A pocos sin embargo les cuadra mejor que al ras de Ferrara, cuadrunviro de la Marcha sobre Roma, ese epíteto que hoy con tanta desenvoltura se prodiga a la hora de descalificar a fulano o a mengano. Y esa connotación negativa está tan arraigada que incluso los que en el fondo se sienten fascistas se resisten a reconocerse como tales. En los años 30 no era así, y por eso tiene su mérito el que José Antonio Primo de Rivera negara esa filiación para la Falange recién fundada en un momento en que Balbo y Mussolini estaban en la cresta de la ola. José Antonio señaló las diferencias de su movimiento con el fascista cuando dijo entre otras cosas que la Cámara de las Corporaciones era un buñuelo de viento, pero aun así es innegable que la Falange fue la versión española del fascismo como el nacionalsocialismo era la alemana. Entre estos movimientos había diferencias innegables y puede que insalvables, pues su punto de partida romántico y nacionalista era la encarnación del Volksgeist respectivo.
También es innegable la admiración personal de José Antonio por Mussolini, como lo eran los "accidentes externos intercambiables que, como él le decía a Indalecio Prieto, "no queremos para nada asumir. Pero es que el fascismo, o los fascismos, tuvieron un programa social y, en lo que a España respecta, fue ese programa el legado falangista mejor aprovechado, no ya por el régimen nacido del Alzamiento, sino por el sistema que lo vino a suceder, ya que las "conquistas sociales" que defenderían los sindicatos socialistas y comunistas tienen nombre y apellidos: José Antonio Girón de Velasco. Una de las razones del ostracismo político del austriaco Haider es el crimen de haber dicho que, en punto a política laboral, Hitler hizo mucho más y fue más lejos que todos los gobiernos austriacos de postguerra.
No sé si a José Antonio le habría gustado que se invocara al Volksgeist en relación con su Falange, pues bien conocida es su resistencia ante lo telúrico y lo castizo, pero lo que tampoco se puede negar es su escasa afinidad con la variedad germánica de su idea política. Y es que esta variedad se entiende dentro de una tradición y una historia en las que son insoslayables la Reforma y el Kulturkampf, y aunque José Antonio propugne la separación de la Iglesia y el Estado, tampoco puede ni quiere echar por la borda una historia vinculada a la Contrarreforma y enfrentada a un laicismo agresivo. Pero hay además otros distingos, y no deja de ser interesante que él los exponga cuando niega que el Estado totalitario sea una solución capaz de salvar "las verdades absolutas, los "valores históricos, frente a la amenaza del comunismo ruso. Dice en efecto José Antonio que:
"…los Estados totalitarios no existen. Hay naciones que han encontrado dictadores geniales, que han servido para sustituir al Estado; pero esto es inimitable y en España, hoy por hoy, tenemos que esperar a que surja ese genio. Ejemplo de los que se llama Estado totalitario son Alemania e Italia, y notad que no sólo no son similares, sino que son opuestos radicalmente entre sí; arrancan de puntos opuestos. El de Alemania arranca de la capacidad de fe de un pueblo en su instinto racial. El pueblo alemán está en el paroxismo de sí mismo; Alemania vive una superdemocracia. Roma, en cambio, pasa por la experiencia de poseer un genio de mente clásica, que quiere configurar un pueblo desde arriba. El movimiento alemán es de tipo romántico; su rumbo, el de siempre; de allí partió la Reforma e incluso la Revolución francesa, pues la declaración de los derechos del hombre es copia calcada de las Constituciones americanas, hijas del pensamiento protestante alemán.
Uno de los libros más germanófilos que he leído últimamente son las Memorias de un separatista catalán refugiado en Francia a raíz de nuestra guerra y colaborador, más que colaboracionista, del ocupante alemán. La clave de esas buenas relaciones de los nazis con nuestros separatistas catalanes y vascos era el idéntico enfoque romántico de la idea de nación sobre la idea de la tierra y la sangre, de lo telúrico y lo visceral, algo que a José Antonio le repugnaba poderosamente. "…no somos nacionalistas, porque ser nacionalistas es una pura sandez; es implantar los resortes espirituales más hondos sobre un motivo físico, sobre una mera circunstancia física; nosotros no somos nacionalistas porque el nacionalismo es el individualismo de los pueblos… Ya antes había dicho que al pueblo había que unirlo por arriba; "hay que darle – decía – una fe colectiva, hay que volver a la supremacía de lo espiritual. Por aquellos años ya se hablaba en Francia de la "primauté du spirituel, entre otros Maritain, pero José Antonio entendía que esa fe colectiva sólo sería posible en cuanto el individuo se exaltara a persona; porque si la tierra, la sangre y la lengua son los soportes físicos de la nación, que es "unidad de destino en lo universal, el individuo es el soporte físico, fisiológico, de la persona que es algo más que mero sujeto de derechos humanos: es nada menos que "portador de valores eternos.
En el prólogo que hubo de poner a la primera reedición de postguerra de las Poesías Completas de Antonio Machado, decía Dionisio Ridruejo "haber saltado de gozo una vez, con otros falangistas, al descubrir un artículo que era – hasta en el vocabulario y el estilo – del todo atribuible a nuestra fuente más pura. No sé si ese artículo de Machado pertenecía a la serie del Juan de Mairena, "Desde el mirador de la guerra, pero lo que es innegable es que el Ausente, como entonces se llamaba aún a José Antonio, estaba bien familiarizado con el heterónimo de don Antonio. En la sección "Varietés del periódico F. E. del 26 de abril de 1934, pueden leerse estas apostillas parlamentarias:
"El señor Casanueva, que circunstancialmente preside, asoma, diminuto, bajo el inmenso dosel que da cobijo a la mesa presidencial, como asomaría Gulliver presidiendo una sesión del Parlamento en el país de los gigantes.
* * *
En una tribuna de ex diputados varios viejos aristócratas cuchichean con el mismo brillo en sus puños, con la misma pulcritud en las calvas y con los mismos ademanes de hombres de mundo con que comentarían por la noche las pantorrillas de las segundas tiples en la platea de la Antigua Sociedad de Palcos.
* * *
En un testero, con purpurina, están escritos los nombres de los diputados de Cádiz que firmaron el proyecto de la primera Constitución. Los Reyes Católicos, compungidos de tedio en sus hornacinas, parecen decirles: "¡Buena la hicieron ustedes, señores…!
Si estos entrefiletes podía haberlos firmado Machado, hay otros de éste que en efecto podrían ir firmados por José Antonio. Por ejemplo:
"Porque no he dudado nunca de la dignidad del hombre, no es fácil que yo os enseñe a denigrar a vuestro prójimo. Tal es el principio inconmovible de nuestra moral. Nadie es más que nadie, como se dice por tierras de Castilla. Esto quiere decir, en primer término, que a nadie le es dado aventajarse a todos sino en circunstancias muy limitadas de lugar y de tiempo, porque a todo hay quien gane, o puede haber quien gane, y en segundo lugar, que por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre. Fieles a este principio, hemos andado los españoles por el mundo sin hacer mal papel. Digan lo que digan.
Y es que estas palabras no son más en el fondo y en la forma que la glosa de aquella afirmación de José Antonio de que "ser español es una de las pocas cosas serias que se puede ser en el mundo.
No descubrimos nada del otro mundo al señalar la proximidad de José Antonio con Antonio Machado. Es muy conocida la foto del estreno de La Lola se va a los Puertos, en la que aparecen los dos hermanos Machado con don Miguel Primo de Rivera y su hijo José Antonio, de etiqueta los cuatro. Ese estreno fue ocasión de un homenaje a los autores de la obra, acto que presidió el Dictador y ofreció su hijo, quien exaltó a los dos hermanos homenajeados como "receptores y emisores de la gracia, de la alegría y la tristeza populares, contrastándolos "con el intelectual inhospitalario y frío, encerrado en su torre de marfil, insensible a las vibraciones del verdadero pueblo. No estaría de más subrayar – proseguía el novel orador – que el homenaje es a los poetas, sí; pero también a los dramaturgos. Hay que acabar de una vez con esa crítica miope – y tanto más emocional cuanto más libre de prejuicios quiere parecer -, que cada vez que estrenan los Machado sólo deduce el triunfo de los poetas. No. El público que ovaciona a los Machado es público de teatro, y les rinde el tributo de su admiración porque son los dramaturgos, los constructores dramáticos quienes le emocionan y encantan. Que son dos grandes poetas ya lo sabemos todos hace muchos años. Hay escritores a quienes sólo se puede admirar. A otros, como a Manuel y Antonio Machado, se les admira y se les ama.
José Antonio pronunciaba esas palabras en una época en que abundaban en España los poetas admirables. Ya antes mencioné a dos, más admirables que simpáticos. El más admirable y más turrisebúrneo de todos era Juan Ramón Jiménez, y fue precisamente Juan Ramón Jiménez quien con más intransigencia reprochó a los Machado que escribieran para el teatro. No sé si José Antonio pensaba en él cuando ofrecía el homenaje aludido, pero desde luego que él, con su habitual delicadeza de sentimientos, sí que pensaba en José Antonio cuando comentaba la visita en el exilio del magistrado que lo condenó a muerte y éste le comentó como una gracia que lo habían enterrado boca abajo, por si resucitaba, que se hundiera aun más en la tierra. No es ésta la mejor ocasión de analizar la llamada "poética del silencio, puesta en circulación por mi riguroso contemporáneo el desaparecido José Ángel Valente, pero no está de más rastrear sus orígenes en José Antonio, cuando le decía a Dionisio Ridruejo: "Lee a Ronsard y verás qué maravilloso silencio cabe entre las palabras en poesía. Alguien capaz de semejante intuición tenía a la fuerza que tener una intimidad con la poesía, no por discreta y fugaz, menos intensa. Esa relación íntima fue, por decirlo con una expresión suya, un flirt, y de ese flirt quedó un puñado de composiciones que vio la luz el año pasado y que se me pidió que presentara en la Casa del Libro de Sevilla. Esa presentación no se pudo llevar a cabo por haberse agotado fulminantemente la edición de 150 ejemplares. Voy a dar lectura al texto que preparé y no llegué a leer en público.
El tiempo y el pozo1
"El poeta malagueño Rafael Inglada, que por su calidad y otras virtudes habría merecido, de vivir en otro tiempo, figurar en la Antología palatina, ha tenido la feliz ocurrencia de editar, con una sobria y simpática elegancia, las once poesías que dejó José Antonio Primo de Rivera. Yo conocí a Rafael Inglada en Córdoba, en un orgiástico Congreso de Poesía, y me fue imposible estrechar su mano, ya que ambas las traía enguantadas de blanco y con unos cascabelitos cosidos a las puntas de los dedos. Durante algún tiempo, en el magnífico suplemento literario de un diario jerezano que coordinaban, como ahora se dice, José Mateos y Juan Bonilla, aparecían unas semblanzas festivas de poetas amigos, ilustradas con sendas caricaturas. Nadie sabía quién era el autor de aquellas burlas, hechas con buen humor, y pasaría tiempo hasta que se descubriera que no era otro que Rafael Inglada.
Que un poeta de "vanguardia, valga el rancio terminacho, con sus puntas y ribetes de decadente, se lance a publicar estos versos, no deja de ser una provocación en los tiempos que corren. El mérito mayor de estos versos es el de ayudarnos a conocer mejor la primera juventud de alguien que, muerto joven, alcanzaría una fama y contraería unos méritos que nunca pretendió contraer y alcanzar con la poesía. Versos de ocasión, rescatados de la minuta de un banquete, de un álbum de visitas, versos íntimos de alguien que conoce a sus clásicos pero aún no ha hallado su propia voz, no pasarían de ser una curiosidad si quien los guardó no hubiera demostrado, con su vida y su obra, tener un sentimiento poético de la existencia. Y es que en estos versos está, explícita e ingenua, la poesía implícita con la que José Antonio se planteó el eterno problema de España. La solución que le daba es cosa de su tiempo, como lo son todos los programas políticos, pero al menos en parte fue decisiva para resolver uno de los peores "males de la Patria, que hubiera dicho don Lucas Mallada: la injusticia social y el desamparo del trabajador.
Del mismo modo que no es lícito hacer conjeturas sobre su conducta política de haber vivido, no es posible aventurar opiniones sobre la probable evolución de su quehacer literario. Su breve texto La gaita y la lira es un compendio de doctrina política y preceptiva literaria, y a él hemos de atenernos, como hemos de atenernos a aquellas ideas suyas que hacen de quien las profesa o las respeta un "portador de valores eternos. También, para saber cómo era capaz de expresarse en verso, nos hemos de atener a esa docena escasa de composiciones, la más ambiciosa de las cuales data de cuando aún no contaba veinte años. Es La profecía de Magallanes, poema épico aún en la estética romántica, pero en el que nada suena falso y que es a la vez una evocación de los momentos estelares de la Historia de los pueblos ibéricos a los que exhorta a unirse para volver a acometer empresas de análoga grandeza. Más que de Quintana, hay ecos de Camoens, por ejemplo en la descripción del amanecer frente al Estrecho o de la tempestad que es salutación y gloria para las cuatro carabelas. Todo está dicho con los versos justos, con palabras claras, con acentos graves y con ese aplomo de quien habla desde una de las divisorias de la Historia. Por fin, es inevitable pensar en la fatalidad de algunas expresiones, por ejemplo, cuando dice: "¿Qué importa nuestra muerte si con ella/ ayudamos al logro de este sueño? El José Antonio adolescente se refiere con ello, claro está, a un sueño que se cumplió: el de que las tierras recién descubiertas hablaran un día español, es decir, portugués y castellano. Pero si esos versos son aplicables, como por desdicha lo fueron, a su caso personal, hay que recordar que el sueño del José Antonio adolescente era la grandeza de su patria, una grandeza que nunca se lograría mientras la mayoría de la población malviviera al borde de la miseria material y moral. El patriotismo de aquel joven no es, pues, un patriotismo altisonante y embriagador, sino una exhortación a la acción, que a eso era a lo que tiempo adelante se referiría cuando habló de "la poesía que promete.
Este poema épico da una idea de las ideas que germinaban en José Antonio; es, por decirlo así, una poesía de pensamiento expresada con una sobriedad que anuncia aquel laconismo militar que depuró su estilo. Pero es que en este breve ramillete, aparte de los sonetos gastronómicos, hay unas muestras de una sensibilidad lírica más que decorosa. Todavía resuena el Modernismo – señalando un camino a Sánchez Mazas, a Pemán y a Foxá – en los intensos alejandrinos del soneto Arraigaste en mi espíritu segura y suavemente, expresión nostálgica de una intimidad, presente ya y explícita en el Poema íntimo en el que ya se notan nuevas lecturas, sobre todo la de Antonio Machado, tan patente en el Envío a Julián Pemartín: "Julián, hermano, desde Castilla / - hoy huérfana de reyes - …. Hay, por fin, un tributo a la poesía popular que a José Antonio debió de llegarle por sus vinculaciones jerezanas, y es una Soleá que bien vale un haiku y que encierra todo el grafismo que regala la naturaleza al que la mira con sosiego: "Jardín de Paterna, el tiempo / se cayó en un pozo blanco / debajo de un limonero. Tengo un amigo arquitecto en California que veranea en Bornos, que no está tan lejos de Paterna de Ribera, y que en su casa, que precisamente fue de la familia Ribera, adelantados de Andalucía, ha hecho realidad aquel "huerto cerrado para pocos que fue el jardín para Pedro Soto de Rojas. Uno de los diversos detalles originales de ese jardín es un breve patinillo encalado convertido en estanque, en cuyo centro, en un alcorque encalado también, crece, lustroso y airoso, un limonero. Cada vez que lo miro pienso en José Antonio y en el tiempo caído en la blancura del pozo.
Esa afición y ese discernimiento tenían por fuerza que acercarlo a poetas que además de dignos de admiración fueran dignos de amor, como Antonio Machado, o de simpatía, como Federico García Lorca, con quien, si hemos de dar crédito a Gabriel Celaya, tuvo una buena amistad. Nada digamos de otros poetas más jóvenes, de alguno de los cuales hemos tenido la suerte de ser amigos. Pienso en primer lugar en Dionisio Ridruejo, siempre presente en mi recuerdo. El secreto cultivo de la poesía es lo que mejor explica su estilo exigente y riguroso. Decía Ridruejo de José Antonio: "Era un hombre que hablaba en buena prosa y lo sabía y cuidaba, y otro poeta falangista, Agustín de Foxá, completaba así ese juicio: "Él saturó de poesía su doctrina, y sus luceros, sus rosas, entrañas, sangre y vida hicieron que la política se convirtiera en historia […] José Antonio creó un estilo maravilloso, una oratoria llena de sencilla y elegante sorpresa. Era un estilo limpio, de justeza arquitectónica y fina metáfora, moderado como una primavera de Castilla, sin retórica, directo.
En vísperas de la pasada Feria del Libro, me llamaron de un diario sevillano para que recomendara un título cualquiera y, sin pensarlo dos veces, recomendé Canciones, del poeta jerezano José Mateos. Me dijeron que ese texto ya lo habían recomendado otros y repliqué que el mío era un voto más a su favor. No valió mi argumento, pues preferían que cada entrevistado recomendara un libro distinto. "Pues entonces voy a recomendar un libro que con toda seguridad nadie ha recomendado: las Obras completas de José Antonio Primo de Rivera. – "Sí, desde luego que nadie ha recomendado ese título, y ¿nos puede decir en pocas palabras los motivos de su recomendación? – "Pues porque su lectura haría mucho bien por la salud moral de un país que está muy necesitado de ella, y porque en ella aprenderían los españoles de hoy algo que no se encuentra por ninguna parte, a saber: limpieza de prosa y claridad de ideas.
Limpieza y claridad son, pues, las dos notas fundamentales del estilo de José Antonio, y fue también Foxá el que completara en verso su definición:
Todo en él era decoro, elegancia. No era el rosal romántico,
sino el laurel hermano del túmulo y la estatua. Porque
él amaba la sencilla claridad de la luz. Frente a la horda,
la milicia. Para el verso, el terceto. Para el agua, el cauce.
En mi librito El suicidio de la Modernidad tuve el atrevimiento de proclamar que los que mejor entendieron la letra y el espíritu de Ortega y Gasset fueron Octavio Paz y José Antonio Primo de Rivera. Mucho es lo que leído a ambos y mucho lo que de ellos he aprendido para no seguir reincidiendo en ese atrevimiento, que ha escandalizado a más de un pusilánime. Si algo tengo que rectificar, es en beneficio de otros escritores de su generación que ya no están entre nosotros, y en los que la doble lección de Ortega y de José Antonio no cayó en saco roto. Me refiero a hombres como Laín, Maravall, Ridruejo y otros que, aun siguiendo trayectorias divergentes, nunca se libraron del todo de su doble influencia y supieron transmitírnosla a quienes los tuvimos por maestros y en algunos casos por amigos. El que todos los que he nombrado derivasen hacia la democracia, esa superchería de nuestro tiempo que nadie desenmascaró con tanta contundencia como Ortega, no impidió que en el fondo de todos sus escritos fluyeran, como un venero de agua pura, las ideas y creencias de aquél. Nada que ver tuvo Paz con José Antonio en el plano de la política; empezó como trotskista y acabó en liberal conservador, pero, liberal en el buen sentido de la palabra, que no es el político sino el espiritual, fue quien mejor vio y supo criticar, con espíritu constructivo, esta degeneración del liberalismo que llamamos Modernidad.
Es posible que en algún momento de mi vida, en esa fase de rebeldía juvenil por la que, como decía Cánovas, si no se pasa es que no se tiene corazón, yo haya rechazado al José Antonio entronizado y sacralizado por la España oficial, del mismo modo que haya llegado a rechazar por análogas razones a Santo Tomás o a Menéndez y Pelayo. Lo que sí es cierto es que cada vez que me he acercado a sus escritos, ese rechazo se me haya venido abajo, al ver y reconocer en ellos una conjunción ejemplar de ideas puras y creencias nobles. Luego, con el tiempo, los testimonios de algún exiliado de calidad – caso de María Zambrano – derribarían mis últimas reservas y tal vez contribuyeran a que mi corazón – sigo pensando en Cánovas – se equilibrara con mi cabeza. Sólo así he entendido que en pocos como en José Antonio y a una edad bien temprana hayan estado tan equilibrados la cabeza y el corazón.
Ya he dicho en otra ocasión que en el acto fundacional del Teatro de la Comedia, José Antonio levantó una bandera poética frente la política de las banderías, y es ésta una convicción que siempre ha alentado en mi subconsciente y que tal vez explique lo más polémico de mi obra. No he de encarecer la gravitación de José Antonio sobre Leopoldo Panero y Luis Rosales, sobre Adriano del Valle y Manuel Díez Crespo, sobre Carlos García Fernández y Gerardo Diego; nada digamos de Agustín de Foxá, y en cuanto a Paz, fue un texto de José Antonio, La gaita y la lira, lo que me hizo entender qué era la poesía para el autor de El arco y la lira. Además, en mis años romanos no sólo tuve la suerte de convivir con Alberti, sino con Eugenio Montes, a quien siempre tengo presente y de quien también aprendí muchísimo, y no digamos de Ridruejo, en el que siempre quise ver, por debajo de sus veleidades e inquietudes, aquel fervor juvenil, aquella pasión de España sin la que nunca habría llegado a entender al auténtico Antonio Machado. En alguna ocasión he explicado la gran coincidencia que tuve con Ridruejo y que esa coincidencia era la del caminante que va con el caminante que vuelve. Puede que él estuviera de vuelta de cosas que a mí aún me ilusionaban, pero lo cierto era que el camino era el mismo: un camino español que, como todos los caminos, nos había llevado a Roma. Creo que fue en Roma, más que en Barcelona, donde Dionisio descubrió las venturas de la socialdemocracia. A mí Roma me sirvió en todo caso para descubrir sus lacras, hasta el punto de no compartir los entusiasmos de quienes anhelaban su trasplante a España. No quiero aquí bajar a las ideas políticas, sino mantenerme en el plano de las ideas puras, y ahí debo decir que la comunicación que mantuve con Dionisio sólo la pudo interrumpir la muerte y que en esa comunicación, repito, latía el espíritu y la letra de alguien de quien él nunca fue capaz de desligarse del todo, pues si no, no hubiera dicho aquello de que la Falange empezaba y terminaba en la persona del Fundador.
Dionisio Ridruejo y Ramón Serrano Súñer fueron – con Eugenio Montes - los amigos de José Antonio con los que mayor y más intensa relación de amistad he llegado a tener, y a ellos se deben dos juicios que resumen su mejor legado. Decía Ridruejo que José Antonio fue "un español, si los ha habido, capaz de integrar en su alma las incompatibilidades del banderizo genio nacional, y don Ramón le aplicaba las palabras que el propio José Antonio dijera de su padre: "que padeció el drama que España reserva a todos sus grandes hombres, el drama de que no los entiendan los que los quieren y no los quieran los que podrían entenderlos.
En su imprescindible libro Nietzsche en España, destaca Gonzalo Sobejano el hecho de que José Antonio confesara, "con más lealtad que otros, el inolvidable valor de eslabón que Ortega, vitalista y aristócrata educado en Nietzsche, representaba para una juventud enamorada del peligro y la ejemplaridad. Vitalismo, aristocracia, peligro, ejemplaridad son pues los cuatro puntos cardinales del mapa moral e intelectual de José Antonio. En un reciente discurso académico sobre el tema Heredar el mérito, el marqués de Salvatierra citaba a Otto de Habsburgo que, refiriéndose al papel de la nobleza, dice que "aunque se pierdan los derechos, no se pierden las obligaciones, y al duque de Harcourt que afirma que "en una época en que las tradiciones se olvidan, hay que recordar que la verdadera tradición de la nobleza ha sido siempre dar a la colectividad más de lo que recibe de ella. José Antonio sabía que las cualidades que tenía no eran improvisadas; que era beneficiario de una notable desigualdad de oportunidades y que esa desigualdad le obligaba a poner sus deberes por delante de sus derechos. "Cuanto más se es, más hay que ser capaz de dejar de ser. Es frecuente oír decir que fulano vale tanto y que el país no se lo reconoce. Alguien que vale da sin esperar reconocimiento. Lo mejor del Presidente Kennedy fue aquello de "no preguntes qué es lo que América hace por ti, pregúntate qué es lo que tú haces por América. En circunstancias muy diversas, supo José Antonio hacer honor al lema hidalgo de "nobleza obliga, de "nobleza exige, y demostrar que su espíritu de servicio y de sacrificio era algo más que un tropo literario.
José Antonio murió muy joven y quién sabe qué rumbos habría tomado su pensamiento, pero las ideas que sembró, por mucha retórica oficial que las encubriera y acartonara después de su muerte, permitirían a la juventud de trasguerra tomar la antorcha de Ortega y de los del 98. En 1983 fui también invitado a conmemorar públicamente los centenarios de dos españoles ilustres que he mencionado con anterioridad, a saber, don José Ortega y Gasset y don Alberto Jiménez Fraud, y en ambos casos me fue imposible no tener presente a José Antonio, en el primero de manera explícita y en el segundo de manera tácita. En el primer caso, hablé de Ortega y de la generación que, en palabras de José Antonio, don José había dejado a la intemperie; en el segundo no podía asociar su nombre al del conmemorado, por respeto a la memoria de ambos, pero no pude evitar, para explicarme lo que fue la vida de Jiménez Fraud, glosar aquel poema de Kipling que tenía José Antonio enmarcado en su despacho. En otro de los actos del centenario de Ortega, no pudo faltar la lanzada a moro muerto de un marxista reciclado, que lamentaba que en cierto libro de texto no figurase Ortega y figurase José Antonio, olvidando su propia condena despectiva de Ortega pocos años antes, en plena contradictadura cultural marxista de los años 60. A esa "contradictadura se debe lo que de "páramo pudo tener nuestra trasguerra, y es ése el sentido de la estirpe de Ortega y de José Antonio, condenada por los mandarines de esa contradictadura cultural. En las páginas de los autores condenados por esta tropa salta a la vista aquella "exigencia de estilo, aquella "voluntad de adivinación, aquella "elegancia dialéctica que fue uno de los mejores legados de una vida quemada en la lucha política – él mismo lo intuyó – como un castillo de fuegos de artificio.
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(1) 11 Poemas, de José Antonio Primo de Rivera. Edición de Rafael Inglada. Año MMI. Imprenta Sur. Málaga.