La materia u objeto de la política es el poder.

Genéricamente, el poder se define como la capacidad de obrar, como la capacidad de producir efectos.

En términos sociales el poder se identifica con la capacidad del hombre para determinar la conducta de otros hombres. En consecuencia la política se refiere, prima facie, a las relaciones entre dos ámbitos de la realidad social que son los de la autoridad y los de la obediencia.

Apenas delineadas estas primeras definiciones básicas ya aparece una propuesta política (es decir, una reflexión sobre el poder y su naturaleza) que consiste, precisamente, en cuestionar esa relación de poder. Se trata del anarquismo que, sin negar la evidencia del poder del hombre sobre el hombre, propone anularlo mediante un sistema de organización social acrática.

Sin alcanzar tales extremos se debe reparar, no obstante, en el salto lógico que ha permitido pasar desde el poder como capacidad de producir efectos, cualesquiera que sean, al poder como intención específica de determinar el comportamiento de los demás. Hablamos de salto lógico porque se ha alcanzado una conclusión sin reparar suficientemente en las premisas. En otras palabras, para poder afirmar que la naturaleza del poder político radica en la facultad de la autoridad para regular el comportamiento de los que obedecen se ha dado acríticamente por supuesto que:

  • El poder reside en un grupo, en una parte de la totalidad y no en el conjunto.
  • La obtención de fines, la capacidad de producir efectos, sólo es posible imponiendo la voluntad de la autoridad sobre el segmento de los obedientes.
  • Se puede ejercer según intereses particulares y no atendiendo a los intereses generales.
  • La mayoría debe ser pastoreada, conducida, determinada paternalistamente por la minoría que detenta el poder.

Es claro que todos estos presupuestos atentan contra el principio más elemental de la democracia según el cual la soberanía (es decir, el poder) reside en el pueblo. Sólo las ideologías autoritarias pueden tomar en serio la perspectiva de que la voluntad de un pueblo se traduce, como decíamos antes, en el deseo de ser pastoreado, conducido o determinado paternalistamente por quienes ejercen el poder. Especialmente cuando los fines o efectos obtenidos no son los que se comprometieron.

Aunque se cuiden mucho de declararlo es esta misma mentalidad autoritaria la que impera igualmente en los sistemas de gobierno contemporáneos basados en el modelo de la democracia formal. Formal en contraposición a material o efectiva, por mantener la dualidad aristotélica.

Los mecanismos que hacen al pueblo rechazar el autoritarismo declarado por las ideologías totalitarias con idéntica energía con la que aceptan el autoritarismo taimado de la democracia formal son misteriosos. Aunque el arcano mayor reside en su aparente incapacidad para percibir la alternativa y para persistir en la antinomia dictadura abierta-dictadura encubierta. Pero tal como apunta Mario Stoppino en un manual clásico todo parece reducirse a una cuestión de prestigio. Un prestigio construido con materiales de segunda como son la riqueza, la fuerza, la información y el conocimiento, la legitimidad blanda, la popularidad o la amistad de otros personajes aún más populares. 

Como consecuencia de este prestigio indigno de tal nombre la sociedad hace que las categorías incapacitantes del idealismo, la irracionalidad, el romanticismo y la ensoñación recaigan con facilidad sobre los valedores de cualquier diseño político alternativo. Por tal motivo no resultan del todo descabelladas aquellas propuestas alternativas que centran el campo de acción en los ámbitos de lo prepolítico o extrapolítico. Iniciativas que, lejos de buscar el ejercicio directo del poder, postulan el trabajo en el seno de la sociedad.

Gramsci fue el descubridor de la acción cultural como estadio previo al ámbito de lo político y conviene prestarle toda la atención debida. Pero mucho más inclusiva y sugerente es la idea debida a Michel Foucault quien entendía el poder como la corriente que recorre el campo de lo político a profundidad considerable y que lo determina; como una fuerza amorfa que fluye en todo el cuerpo social sin una dirección determinada y cuyo caudal no puede ser contenido en todo su potencial por las instituciones del Estado. Es muy posible, en consecuencia, que la llave de un futuro político diferente y de una concepción diferente de las relaciones de poder se halle hoy en manos de submarinistas. 

 

Juan Ramón Sánchez Carballido