José Manuel Cansino
El progreso social equivale a la realización de valores tanto individual como colectivamente. Esta es una de las conclusiones a las que llegó Manuel García Morente, catedrático de Ética, en "Ensayos sobre el progreso". Como es sabido, junto con Ortega y Gasset y el doctor Marañón, García Morente fue uno de los más significados intelectuales españoles de la Generación del 14 comprometidos con los inicios de la II República.
La incógnita de la definición de García Morente es -naturalmente- el concepto de "valor". A despejar tal incógnita dedicaron parte de sus esfuerzos primero Ortega desde la Revista de Occidente y luego Julián Marías.
Marías concluyó que los valores son "objetivos" y para ello desmontó dos acepciones alternativas. La primera definiría el valor como aquello que produce agrado (lo que naturalmente conduce a un concepto subjetivo) y la segunda lo definiría como aquello que provoca deseabilidad (lo que conduce al mismo resultado).
Estamos con Marías cuando concluye que los valores, además de ser objetivos son "polarizados", esto es, a cada valor le corresponde un contravalor. Esos valores, en opinión de José Antonio Primo de Rivera son, además del propio de la vida (pues el hombre/persona es el eje central de su concepción política), aquellos que el hombre porta, a saber, la libertad, la justicia y la dignidad.
También estamos con García Morente en "Lecciones preliminares de Filosofía" cuando afirma que los valores son jerárquicos. La jerarquía de los valores queda patente en situaciones como esta. Supóngase un incendio en un prestigioso museo en el que ha quedado atrapado un niño. El dilema que se le plantea al bombero consiste en elegir entre salvar la vida o salvar la obra de arte y quedaría resuelto a favor de la primera opción que -jerárquicamente- es superior.
Esto es lo que me permite abordar la cuestión de actualidad que motiva este artículo.
La vida es el principal valor y, por tanto, el derecho a la vida es el principal derecho sobre el que han de descansar las leyes fundamentales de los estados.
Escribió con acierto Francisco Díaz de Otazú que desde la invención del microscopio electrónico, la vida que contiene el óvulo fecundado no es una cuestión de fe sino biológica.
El hecho brutal de la violación de una niña nicaragüense de nueve años y su posterior embarazo plantea una cuestión gravísima que ha de resolverse desde lo que ha quedado expuesto anteriormente.
La Medicina no es una ciencia exacta. Por eso, científicamente no puede afirmarse sin posibilidad de error que el parto supusiera un mayor peligro para la vida de la madre que el aborto al que finalmente se la abocó. La opinión, pretendidamente inequívoca, de quienes afirmaron que principalmente el parto -antes que el aborto- pondría en grave riesgo la vida de la madre sólo puede formularse en esos términos cuando se asienta en los juicios de valor previos de los "científicos" que así se expresaron. No puede, sin embargo, formularse esa opinión desde una perspectiva científica estrictamente objetiva, es decir, asentada únicamente en un enfoque positivo como contraposición al normativo.
La brutalidad de la violación y de su gravísima consecuencia -el embarazo- hubiera provocado para la madre principalmente un problema psiquiátrico y un problema moral. El primer problema hubiera exigido el oportuno tratamiento psiquiátrico para la madre si, finalmente, hubiera seguido adelante con la vida que fue obligada a engendrar. Por cierto que muy pocos hablan de los problemas psiquiátricos que afectan a muchas mujeres después de haber abortado.
El segundo problema, el moral, debería haberse resuelto afrontándolo desde las propias convicciones de la madre llegado el momento.
Efectivamente la Medicina no es una ciencia exacta; mucho menos lo es la Psiquiatría. Pero entre el éxito incierto del tratamiento psiquiátrico de la madre violada y el hecho irreversible de la muerte del hijo concebido contra su voluntad, el derecho fundamental a la vida debería haber garantizado el primero.
La conducta criminal de seres indeseables nos pone con demasiada frecuencia ante decisiones de una dureza casi sobrehumana. Pese a tan extrema dureza, la muerte no debe ser la solución.