Dionisio de Osma

Muchos son los que se han entregado bastante tiempo, -sobre todo en las silenciosas horas robadas al descanso nocturno, en una vigilia impuesta por la emotividad de la fecha-, a emborronar unas cuartillas con reflexiones profundas algunos, y otros con un bienintencionado pero reiterativo sentimiento de hagiografía para con el hombre, y después el mito, -aunque el primero, como no podía ser menos, ha sobrevivido al segundo, porque después de todo, el hombre y el mito, eran una misma cosa-, desde aquella madrugada de odio y de sangre del 20 de noviembre de 1936.

No sería empresa difícil escribir unas líneas fáciles glosando los taumatúrgicos logros del héroe ausente, pero creo que es menester, para que nadie pueda decir que nuestra admiración y militancia nos ciega la vista, tratar desde una perspectiva entregada a la reflexión profunda y al análisis crítico, la figura de José Antonio, tanto más, porque el tiempo transcurrido, el tiempo de él y sus coetáneos, ya se puede examinar a luz del sosiego, con pasión, sí, pero sin odios de ninguna clase.

Sesenta y ocho años, es toda una vida, y tiempo suficiente para que a luz de la inmensa cantidad de escritos, trabajos, libros y publicaciones sobre su época, y las interpretaciones que se han hecho de ella, de la más variada índole, se pueda ubicar su señera figura, de patriota y de revolucionario, en el lugar que le corresponde.

En primer lugar, repasaré brevemente su actuación en la arena política de la II República, que degeneró, - ya sabemos por culpa de quién, los historiadores ya se han encargado de demostrarlo -, en la Guerra Civil Española, que parece ser el tema recurrente con el que algunos que dicen ser "animales políticos al servicio del bien común, se dedican a sembrar cizaña, envenenando a toda la nación, y haciendo política para los muertos, que no para los vivos, y que son, los sienten, y padecen, y cuyas necesidades deben ser santo, seña y razón de actuación de todo aquel que se acerque a la política con afán de servicio a la comunidad, no a ellos mismos, como últimamente, viene siendo moneda harto común.

Mucho se ha hablado de la violencia de la Falange, y de la "dialéctica de los puños y de las pistolas, pero sin citar la segunda parte de la frase, - "cuando se ofende a la patria o a la justicia-, pero para poder valorar todo esto debidamente, tenemos que contemplar de lejos, sin furia y sin aquiescencia, solo con ponderación, sin dejarnos arrastrar por el torrente, como decía Ortega.

José Antonio y la Falange, crecieron y se desarrollaron políticamente en una época donde la inmensa mayoría, políticos o no, despreciaban la dialéctica, y se entregaban directamente a dirimir sus diferencias a tiro limpio, sin importarles el coste de tales acciones, y sólo se respondió a la violencia con violencia, cuando ya hacía mucho tiempo que en las calles y plazas de España, los pistoleros de izquierdas jugaban a ser revolucionarios de sangre y de quema de iglesias, y la violencia había tomado ya cariz de costumbre.

También se ha acusado, por parte de "histeriadores – que no, historiadores - de poca monta a la Falange de precipitar a la nación en un clima de violencia que desencadenó la guerra, lo cual indica, cómo dijera Baltasar Gracián, "señal de estar gastada la fama propia es cuidar de la infamia ajena, frase que suscribo plenamente.

Si esto fuera así, ¿cómo explicar que la República ya intentó ser traída de vuelta a España por la senda de la violencia, cuando se produjo en 1930 la sublevación de Fermín Galán y el resto de conjurados?; ¿cómo explicar entonces la sublevación de Asturias y la compra de armas por parte de Indalecio Prieto –dirigente del PSOE- para armar a tales partidas de pistoleros, y la proclamación del "Estat Catalá dentro de una República Federal inexistente, violando la legalidad de manera tajante el entonces presidente Compayns, en fecha tan temprana como 1934?.

Pero ya que hemos entrado en el asunto, si supuestamente nosotros hemos rendido culto a la violencia, ¿cómo explicar la presencia de milicias armadas y uniformadas como los "escamots desde bastante tiempo antes de la guerra?, y por otra parte... ¿cómo se explica que José Antonio tachara a un enfrentamiento entre hermanos, como aparte de ordinariez, de barbaridad?.

¿Cómo explicar entonces, que la esencia de la doctrina Joseantoniana esté henchida de un noble deseo de concordia entre hermanos?

Pero aún hay más, ¿cómo explicar entonces que un prominente estudioso extranjero del hispanismo histórico- social tan poco sospechoso como el profesor Raymond Carr, plantee que la República podía haber sido viable si hubiera existido un partido revolucionario fuerte, disciplinado, de espíritu conciliador, de honda raíz cristiana y patriota, lugar que sin lugar a dudas – valga la redundancia – ocupa como única candidata posible la Falange de José Antonio?.

Pero esas son las exasperantes paradojas de la historia..., el hombre que podía haber salvado la República del cataclismo final en el que se hundió –ofreciendo la posibilidad de pactar un cese de hostilidades, y proponiendo un gobierno de concordia nacional-, fue fusilado, precipitando precisamente, la propia muerte de su ejecutora.

José Antonio no murió el 20 de noviembre de 1936, pero sí lo hizo la II República Española, a la que venían desangrando unos y otros desde hacía ya mucho tiempo.

Incluso el juicio contra José Antonio, ya en su trágica reclusión final de Alicante, fue una farsa de proporciones descabelladas, puesto que se trató de un proceso ilegal, por causa de que la sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, con fecha de 8 de julio de 1936, reconocía la licitud de Falange Española, y fallaba que no había lugar al recurso de casación, interpuesto por el Gobierno del Frente Popular, por quebrantamiento de la sentencia de 30 de abril de 1936, la cual absolvía a nuestra organización, y declaraba legal su existencia, sentencia que mediante la censura gubernamental, se impidió su difusión, y que permitió que de manera ilegal, José Antonio y varios miles de falangistas, continuaran en la cárcel.

Aparte de ilegal y de que adolecía de las debidas garantías en cuanto a imparcialidad de los cargos públicos encargados del mismo, el procedimiento, fue un "proceso a un hombre muerto, o enjuiciamiento de alguien que, por causa de la mala fe y del odio emanado por parte de todo el aparato estatal republicano, ya se consideraba como culpable, y por ello, muerto.

A José Antonio, no se le condenó por lo que había hecho o dejado de hacer, sino por lo que "se suponía que podría haber hecho de haber estado en libertad, repugnante y vergonzoso procedimiento del que en términos estrictamente jurídicos huelga hacer comentarios adicionales, a la vista del esperpento contemplado.

En realidad el juicio, trató de dar una apariencia de "legalidad y legitimidad a algo que jamás podría tenerla, y si la vida de José Antonio no fue arrancada de manera análoga a la que se utilizó con Julio Ruiz de Alda y con su hermano, Fernando, fue únicamente, porque las autoridades de Alicante no se atrevieron a repetir la mascarada del "incendio y posterior asalto de las "turbas descontroladas a la Cárcel Modelo de Madrid.

Que tengamos noticia, su ofrecimiento para alcanzar un cese de hostilidades y detener una guerra que estaba desangrando a España, fue el único que se produjo, y por desgracia para él, y para nuestra nación, fue neciamente desoído.

Los unos, entregados los cabecillas a jugar a revolucionarios de salón, y las turbas a la destrucción de enormes tesoros religiosos y culturales, eso sin mencionar una represión cruel, inhumana, impensable entre hermanos, y los otros, embarcados en operaciones militares que nunca se tenían que haber producido, y por ello en combates que anegaron de sangre el suelo patrio, mandados por un grupo de generales de honrada raíz de actuación, pero de desoladora mediocridad política, que no veían, porque quizá les era imposible de asumir, que la vuelta a un estado de cosas bajo un férreo control militar, no solucionaría los problemas de fondo, sólo los enconaría, postergando su duración hasta que el estado surgido de la guerra, desapareciera.

Pero José Antonio es más que todo eso, algo más que una figura política más, inserta en el tiempo de aquella República de sangre y lodo, -así referida por Camilo José Cela a Francisco Umbral-, que una mañana de primavera, salió con su camisa azul arremangada, a bordo de un abollado Chevrolet de color crema, -por consecuencia de un atentado– y al frente de sus Falanges, a salvar a España del desastre, empresa que por desgracia para todos nosotros no pudo culminar.

Era mucho José Antonio el que salía a la arena de aquella especie de circo hispánico a defender a la patria, pero incluso para un coloso como él, el desafío a España, la circunstancia Orteguiana de callejón sin salida a la que se había llevado la nación, era excesiva, por los sueños revolucionarios de sangre, genocidio social y político y quema de iglesias de unos, y por el tozudo inmovilismo insolidario y caduco de otros, que eran ambos, inaceptables.

Pero ahora, tras haberme apartado brevemente del verdadero sentido de este escrito, es necesario reflexionar sobre el alcance de la luctuosa fecha que nos ocupa, pero no voy a ser yo el que hable; lo hará como siempre, José Antonio, dándonos de nuevo a todos, otra magistral lección de existencialismo, de patriotismo fecundo, y de esperanza en el futuro.

Muchos hombres a lo largo de la historia, han redactado testamentos más o menos impactantes, sabedores ya, -los más afortunados por la acción de la naturaleza y del estado inherente a la senectud-, de que su tiempo, como una vela consumida a lo largo de toda una noche, tocaba a su fin, pero ninguno, escribió en unas horas tan tristemente trágicas para sí mismo y para su nación, tamaño ejemplo henchido de eterna validez de sus últimas voluntades, en las cuales no pide nada para sí, pero sí lo hace, para todos aquellos que en tan trágico trance, habrán de sobrevivirle.

Las ideas de José Antonio, pertenecen a esa parcela del pensamiento humano que encuentran de inmediato plena confirmación y validez, en muy distintos lugares y épocas, puesto que sus escritos, poseen vida propia, y para aprender de ellos, sólo es necesario dejar que hablen, ya que todos ellos, aparte de una visión precisa, encierran un claro y desinteresado amor para con España y sus problemas, para con la ya eterna problemática de los sufridos españoles.

En este noviembre, mes de tristes recuerdos, al recordar el aniversario de su asesinato en Alicante, es menester imprescindible que volvamos la vista hacia todo aquello que constituye su legado a la posteridad española y universal, y en particular, a la vista de las insensateces contempladas, hacia su noble y honrada voluntad de paz para el pueblo español, tan limpia, tan breve y no por ello escueta, expresada en las limpias y moralizantes palabras de su testamento.

En aquellos últimos instantes de la vida de un hombre joven y en la más absoluta plenitud, en la edad de la inmortalidad, al igual que Cristo y Alejandro Magno, condenado a muerte por un inexistente delito, expresa su última voluntad, que resume de manera suprema, el crisol de valores hispánicos y eternos que él mismo encarnaba, desde una perspectiva trascendente y superior que para su desgracia y para la nuestra alcanzó a las puertas mismas de la muerte, de la eternidad: "Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles...".

Ofrece así, aquí, resumida como sólo un magíster de arcontes podía hacerlo, la aspiración a concluir con la violencia como método, con la falta de inteligencia y entendimiento entre unos y otros.

Se presenta también, latente y angustiosa por la sangre hermana que se está derramando, la vocación de sellar con el valor de su ejemplo, hecho de serenidad y de aceptación, el enfrentamiento sin solución que lleva a la guerra, al extremismo, a la lucha radical, sin matices, que sólo produce la sangre y el rencor.

La voluntad personal de José Antonio es la de ofrecerse él mismo, en un último y supremo sacrificio por la paz, precio que no le importa pagar, si con ello, deja de ser la violencia el lenguaje que tiñe de sangre las calles y los campos de España.

Este es un legado del que todos los españoles hemos de aprender esa última lección de fraternidad, de entendimiento, y que por ello, debemos defender hasta sus ultimas consecuencias, y si es necesario, perecer todos en el intento, porque a todos nos pertenece, pero esta herencia, implica una renuncia total y absoluta a la violencia por la violencia, ya sea física o dialéctica.

Pero sus últimas palabras, encierran mucho, mucho más aún. Aparte de su voluntad personal de concordia, emana un potentísimo anhelo que señala un deseo generoso de alcanzar la plenitud en lo social, en lo colectivo, para que ese colectivo, todos los españoles, que son entraña y raíz viva de España, de nuestra patria, encuentre al final y de una vez por todas, su verdadero camino, su senda ideal, tras siglos de vagar en la oscuridad de la historia: "Ojalá encontrara ya en paz el pueblo español, tan rico en buenas cualidades entrañables, la Patria, el Pan y la Justicia"

Así escribía su voluntad de paz, pocas horas antes de que la muerte y la gloria le hicieran la última visita, un hombre bueno, noble y lleno de desinteresada generosidad, José Antonio, con una voluntad que entrañaba un entendimiento para el futuro, para la andadura del mañana. Esta es su herencia suprema, y el mandato que cada día de nuestra existencia, debemos afanarnos en cumplir todos los españoles, sin distinción de credo político, sin pararnos a reparar en nuestro origen regional, buscando lo mucho que nos une, y despreciando lo poco que nos separa.

Hace sesenta y ocho años que un hombre joven legaba a España un mensaje de paz; un mensaje de renuncia a la desintegración territorial y espiritual, al encono y a la violencia, con un insoslayable deseo que proclamaba el valor intrínseco de la paz, como destino y como senda, como herramienta y como fin, como anhelo y como conducta.

Una paz por la que él, noble desinteresada y generosamente ofrecía su vida, con el afán de que su sangre cerrara para siempre la necesidad de verter más savia joven, tan apta e imprescindible para empresas de génesis esperanzada y positiva.

Una paz, en fin, que España debe seguir como sistema para dirigirse hacia ese destino de plenitud en el que han de darse, sin regateos ni mediocridad posible y en toda su brillantez, la Patria, el Pan y la Justicia por los que murió José Antonio, en un empeño al que todos los españoles de buena fe, y sobre todo las juventudes, debemos entregarnos, día a día, no por los caminos de la discordia y el sectarismo, sino por los más duros, abnegados y hermosos del trabajo y del servicio cotidiano, para alcanzar un rendimiento fructífero de las vidas y afanes, puesto que la existencia, no vale la pena, si no es para quemarla al servicio de una gran empresa.

Una paz que muchos no parecen desear ni comprender en su dimensión global y absoluta, pretendiendo volver a encender el odio entre hermanos, ya que tal es la situación de encerrona histórica a la que nos está llevando un gobierno emanado de una jornada de reflexión ultrajada por un proceso electoral bañado en la sangre del mayor acto terrorista que los españoles hemos sufrido.

Todos los españoles de bien, -que somos muchos-, creíamos que aquel capítulo de nuestra historia, protagonizado por la mayor tragedia humana de la historia de España y los avatares del gobierno de 36 años del general Franco, en la que crecieron y se desarrollaron varias generaciones de españoles, se había cerrado con la Constitución que, entre todos, tuvimos a bien en darnos a nosotros mismos en 1978, cediendo todos un poquito en nuestras posiciones y anhelos personales, y que suponía que en España surgiera un amanecer de concordia verdadera en las relaciones entre los españoles.

Fue complejo, y no exento de riesgos, pero se iniciaba un camino nuevo, distinto, admirado y envidiado por algunas naciones hermanas, y que causó estupor, sorpresa y una vil decepción entre aquellos enemigos de España, -más allá de los Pirineos, al sur de Ceuta y allende el canal de la Mancha-, que no esperaban que los "bárbaros íberos hubieran sido capaces de sentar la cabeza, y con la concordia y el respeto como armas, se sentaran a resolver aquellos desgarros y heridas cerradas en falso, sin habernos entregado nuevamente a la violencia.

Desde aquel afortunadísimo punto de inflexión protagonizado por nuestra Carta Magna, han transcurrido más de 25 años, y la misma, todavía vigente y esperemos que por muchos años, es celebrada todos los años por parte de los miembros del verdadero y auténtico espectro político, nosotros incluidos.

Pero ahora, en un grave momento de la historia de España, con el desembarco en la presidencia del gobierno del advenedizo, sonriente y "talantoso" José Luis Rodríguez Zapatero (ZP para las huestes del citado) todo esto, toda esta concordia, esta aceptación exenta de complejos de las peculiaridades ajenas sin que ello implique fractura social y política, empieza a tambalearse.

El ilustre Zapatero, da cancha libre y sin cortapisas al separatismo más rancio y cerril, en pago a los apoyos recibidos para mantenerse como Presidente del Gobierno de una España con tendencia actual, -si no se echa el freno a tamaños despropósitos e insensateces– a dejar de serlo.

Zapatero y sus "socios, están hurgando en heridas que tanto nos había costado que cicatrizaran, y eso, aparte de repugnante, es imperdonable, guste o no.

Todos perdimos mucho, quizá demasiado en aquella maldita guerra, y es por todo ello, Zapatero, que yo, humilde falangista y Joseantoniano, al igual que otros muchos españoles, camaradas o no, te repudio a tí y a cuantos te secundan en este pestilente intento de destapar el sarcófago de la guerra civil, ese sepulcro de sangre y de odios, -al que parafraseando a Joaquín Costa-, debemos "echar doble llave, lanzando a los abismos del recuerdo histórico y únicamente histórico tal llave, puesto que ese ataúd maldito, que con tantos sacrificios, de todos, habíamos cerrado, no puede ni debe volver a ser abierto.

La sociedad española y la Historia te lo demandan inexcusablemente, pero lo que es más importante, la voluntad de un hombre bueno, de José Antonio, del español más prominente de todo el siglo XX, te lo exige.

Pero no importa, aunque digan que el cruel destino de la historia y que la injusticia del mundo, ya están satisfechos; aunque nos machaquen lanzando al aire el veneno de que ya tienen al pueblo español, como otro Prometeo, en castigo de haber llevado, sin límites, por el mundo, el sacro fuego de la civilización y el arte, encadenado en su propia roca.

Aunque insistan en que ya tienen de nuevo al león hispano acorralado, entre el abrupto Pireneo y las olas del Estrecho, no importa.

Aunque griten que ya tienen al águila imperial de Carlos V otra vez en su nido de origen, entre las imponentes peñas del Guadarrama, aunque griten lo que griten, no importa.

Pero que esperen, que esperen al alba del día en que el león y el águila nuevas fuerzas cobrarán, en el obligado reposo; y el incansable Prometeo será también, algún día, rotas sus cadenas, libertado por el poder del espíritu, y como ya todos ellos conocen el camino de la heroicidad y la gloria, nuevos lauros conquistarán para nuestra patria.

Y no importa, porque la voluntad común de los españoles, y la herencia histórica de aquel hombre que la madrugada de un frío veinte de noviembre dio una lección de valentía y serenidad ante un pelotón de fusilamiento, impedirán que los mercenarios de la política, los viles, los ambiciosos y los apátridas, vuelvan a lanzar a los españoles a un drama colectivo, o a evocar machaconamente pretéritos ríos de sangre y de odio entre hermanos.

Y no importa, porque día llegará, decidlo con fe en el alma y en los ojos luz, en que el marino, cualquiera que sea el pabellón que ondee en su tope, diga otra vez al pasar por el estrecho de Hércules, descubriéndose con respeto y admiración: ¡Esta es la grande, la fuerte y la gloriosa España!

Y entonces, desde la costa, la multitud de españoles, -unos en cuerpo y otros en espíritu- que tal cosa contemplen, gritarán henchidos de orgullo patrio: ¡Arriba España!.


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