C. Vara

Otro día más en la cola de la oficina de empleo y, otro día más, nada nuevo; las mismas caras, las mismas malas caras, las mismas miradas expectantes y, cómo no, el mismo resultado.

Las manos empujando un viejo e incomodo carrito para transportar la compra de la comida - al menos ese era su objetivo cuando alguien, no sé muy bien quien, inventó tal artefacto - cristales sucios, estanterías vacías, góndolas sin publicidad, tiendas sin productos...

Abrir una nevera, un gesto tantas veces repetido por la mayoría de las manos del mundo "desarrollado. Cerrar la misma nevera, gesto probablemente tan repetido como el anterior. Nada en las manos.

Acercarse a un puesto de diarios con una leve sensación de esperanza. Las mismas cabeceras con los mismos titulares pesimistas. No hay novedad.

Notar el paso de los meses en una barriga llena de vida y de esperanza y esperar un turno, que no llegará, en un simulacro de hospital con unas condiciones que no las querría ni la más profesional de las ratas.

Vivir ilusionado porque algo tan importante y tan elemental como la educación sea algo más que un sueño en el futuro de tus hijos, porque puedan aprender algo más que a saber defenderse y sobrevivir.

La sensación de no volver a caminar como antes lo hiciste por la "desafortunada decisión de buscar comida en el bosque que siempre contemplaste y toparte con un avance de la tecnología que te hace volar por los aires. Claro, los creadores y manipuladores del invento no tuvieron suficiente con llevarse todo, matar a tus hermanos y violar a tu madre...

Mirarte en un pedazo de espejo, como todas las mañanas al levantarte del trozo de suelo que te sirve de catre, y comprobar como ha avanzado esa tremenda grieta que se abrió, hace ya tiempo, como resultado de tu extraña enfermedad. Parece que las hierbas que recogiste y mezclaste con el agua del sucio río no han tenido el efecto deseado. Pero no queda más remedio que seguir intentándolo.

El ruido que hace el mismo tren todos los días te despierta y, un día más, levantas cariñosamente a tu hermano de cinco años para que espabile y no lleguéis tarde al trabajo en los vertederos de tu suburbio; podríais quedaros sin llevar el pírrico, pero vital, salario para compartir con vuestros cinco hermanos y con vuestros padres.

Estas y otras situaciones parecidas se repiten día a día en más de la mitad de la población de este mundo en el que vivimos, aunque la otra mitad prefiramos mirar hacia otro lado. Sin mucho ánimo, porque al releer lo que acabo de describir me he quedado agotado, sólo lanzo una pregunta al aire "¿Tú que harías? Yo no lo sé, pero te aseguro que, como ser humano y como falangista, nunca gritaría "¡No a la inmigración!


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