Intervención de Cristina Sánchez en el acto político celebrado en Alicante el 17 de noviembre de 2018.

TRANSCRIPCIÓN:

Buenas tardes a todos

¿Os habéis preguntado alguna vez  por qué razón nos reunimos cada año en Alicante, más o menos por estas fechas, más allá de lo aparente?

Yo sí… y creo que es una cuestión de ejemplo

 “El ejemplo no es la mejor forma de influir en los demás…, es la única”.

He buceado por internet y no puedo encontrar el autor de esta frase, pero a mí me parece definitiva.

En el Siglo XVI, El señor feudal del antiguo marquesado de Malagón, que comprende además de este, los términos de Fuente el Fresno y Porzuna, firma con sus vasallos la “Escritura de la Concordia”, reconociendo así el señor marqués los derechos históricos de los campesinos sobre sus tierras.

Pasados 300 años, no exentos de luchas y reivindicaciones, las Cortes de Cádiz inauguran el siglo XIX, siglo en el que la  nueva clase burguesa entra en la historia con pretensiones y, a pesar del amable postureo, será tajantemente nociva para los labriegos, superando en ingratitud a los terratenientes.  

Las Cortes promulgan anular la figura del “señorío”, sustituyéndola por la de “propiedad”, dejando a los campesinos a merced de la arbitrariedad de los nuevos señores, dado que el también nuevo, título de “propiedad”, no reconocía los derechos históricos de los labriegos sobre sus tierras.

Establecido éste como base del nuevo ordenamiento jurídico, vuelven las revueltas, y campesinos y terratenientes se retan en los juzgados, siendo los primeros los más perjudicados, dado que, analfabetos y sin dinero, son ninguneados por la justicia, y acaban la mayoría de las veces convertidos en aparceros, arrendatarios o, todavía peor, en jornaleros.

Los burgueses, que vislumbran las nuevas técnicas de explotación de las plantaciones, las quieren, y deducen que es mucho más fácil comprar las tierras a los terratenientes, que las han abandonado, seducidos por las comodidades de las ciudades, que, a los campesinos que las viven y las trabajan, que las aman y las necesitan para vivir.

El marqués de Medinaceli, heredero del título del Marquesado de Malagón, vendió las tierras  a finales del siglo XIX, reconociendo los derechos históricos de los labriegos, a un propietario al que el Estado embargaría 40 años después, ya en la primera veintena del siglo XX.

En 1922 Hacienda subasta las tierras y el nuevo propietario las vende dos años más tarde, haciendo uso de lo que se conoce como especulación.

La especulación acabó con la relación natural del hombre y la tierra; pero hay más, cuando Hacienda embargó las tierras al endeudado comprador del Marqués de Malagón, los campesinos perdieron los derechos históricos sobre las mismas.

Hecho que los nuevos propietarios, los burgueses, no dudaron en aprovechar desahuciando a los campesinos.

Pero los campesinos no se rinden. En 1925, tres años después de la subasta de Hacienda, se amotinan y vuelven a recurrir en los juzgados, con la misma suerte, gana la banca… La situación es dramática. Las 5.000 familias que viven, en esas casas,  de esas tierras quedan a expensas de los nuevos amos y con la justicia escorada a la derecha. Pueden ser desahuciados con total impunidad.

El tesón y la perseverancia de los campesinos y la brillantez del letrado que los defendió, consiguen revocar la sentencia que anuló sus derechos históricos, al tiempo que Hacienda reconoce, que las ventas realizadas por la su Delegación en Ciudad Real habían sido ilegitimas.

Dos años más tarde, en 1925, los propietarios deciden recurrir la sentencia, perdiendo por segunda vez consecutiva el litigio, y con la contrariedad de que es el abogado al que recurren para su defensa, el que acabará impidiendo que 5.000 familias que no tenían otro modo de vida, fuesen desahuciadas.

El joven, e igualmente brillante letrado, que los defendió esta segunda vez, tenía 24 años, y era hijo del presidente del Gobierno, se llamaba José Antonio Primo de Rivera y ninguna de esas circunstancias que acabo de nombrar, impidió que el abogado se cambiase de bando.

Tras estudiar la sentencia de Albacete y la revocación del Tribunal de Hacienda, en favor de los labriegos, José Antonio no dudó en informar a su cliente de que se buscase un nuevo abogado porque él, no sólo no tenía intención de defenderlo, sino que, además, estaba firmemente decidido a defender los derechos históricos de los legítimos dueños de esas tierras. Y así fue.

Probablemente fue la antesala de su reforma agraria, incluida en el ideario del que, años después, sería su proyecto político. Y el nuestro.

Como dice Carlos Caballero, de cuyo magnífico artículo, publicado hace un par de años en el blog: “Mi Campanario”, debidamente documentado y que recomiendo fervientemente, del cual he reproducido la historia, José Antonio actuó guiado por su “profundo sentido de la justicia y una decidida vocación de servicio a su pueblo”.

Por eso, su partido, la base de su partido era la honestidad.

Así que, retomo el hilo, de la pregunta del principio, por eso creo que la verdadera razón, la razón de peso, quizá inconsciente, por la que seguimos aquí, es porque la honestidad resuena en nuestros corazones y en nuestra forma de entender el mundo. 

Las ideas siempre estarán sujetas a su obligada actualización. Los cambios científicos, tecnológicos, políticos, por citar algunos, se imponen, cada vez con más rapidez. Toda nostalgia que se interponga en este camino, es estéril.  

Pero además, admitimos que “la política es el arte de lo posible”, una opinión que ya han esgrimido entre otros Aristóteles, Maquiavelo, Bismarck o Churchill.

No así los valores, los valores son universales, inalienables e imperecederos. Sin ellos no hay convivencia.

“La política es una partida con el tiempo en la que no es lícito demorar ninguna jugada. En política hay obligación de llegar, y de llegar a la hora justa”, José Antonio Primo de Rivera.

Lo triste es haber convertido la política, como leía ayer en un diario digital, parafraseando, en un nepotismo institucional, desvinculado de la ética y de los procesos de una economía sana y fundada en el Estado de Derecho.

En un Estado de Derecho, compartimos nosotros, en el que exista independencia judicial, y el órgano de Gobierno de los jueces lo elijan jueces independientes, ojalá que con sentido de la justicia y de servicio a su pueblo; y no políticos, con el único fin de engordar los votos de sus partidos y su esfera de poder en las instituciones. Como hemos visto hace poco.

Un estado de derecho que no dificulte el derecho constitucional a una vivienda digna, dejando que los bancos decidan que impuestos se cobran y quien los paga.

En un estado de derecho, donde el talentismo sustituya al capitalismo, como dice Juan Carlos Cubeiro en un magnífico libro, y la meritocracia a las puertas giratorias o a los así llamados cargos de confianza.

Que defienda la libertad, la excelencia en la educación, frente al adoctrinamiento del pensamiento único y la ingeniería social.

Un estado de Derecho capaz de luchar contra la corrupción generada por 17 mini parlamentos, insolidarios y desnortados, en los que las políticas torticeras promueven la desigualdad de derechos entre todos los españoles.

Un estado de derecho capaz de frenar derivas que nos autodestruyen como nación y como pueblo. Capaz de defender a sus ciudadanos del atropello independentista. Capaz de acabar con la impunidad de los  que señalan, a los que no piensan como ellos,  con el dedo, de la misma forma que, no hace mucho, otros independentistas apuntaban con una pistola o una bomba lapa, mientras Interior y las cloacas se sentaban a negociar con los que apretaban el gatillo.

Que defienda la dignidad, la justicia y la restitución, y acabe con la demagogia y la falta de ética, la falta de carácter y de sentido de estado, que supone entregar las instituciones a los que se impusieron con las armas y que no permita, ni un solo homenaje más, a los asesinos, homenajes que se sufragan con los impuestos de todos los españoles, incluidas sus víctimas.

Un Estado de derecho que se deje inspirar de la grandeza y deje de pactar obscenamente por simples intereses partidistas y sectarios, olvidando a los que nos han dado la mayor lección de amor, perdón y coraje de nuestra historia más reciente.

Estamos aquí, y ya acabo con esto, dando respuesta a la pregunta que abría mi intervención, porque admiramos el coraje y la determinación, la honestidad, de los que tienen la grandeza de perdonar y seguir adelante, pase lo que pase, con amor, y con alegría….

Ojalá fuese la mía la última sangre española que se vertiese en discordias civiles…

No hay valentía ni nobleza mayor que mantener el rumbo, pese a las injusticias.

Y creo que es así como nosotros seguimos manteniendo alzada la bandera y como la defendemos, alegremente, poéticamente.