Dice mi amigo más querido que Garzón será lo que será pero que él no está dispuesto a secundar una causa abierta por la Falange. Yo sí. Primero, porque la razón la tiene quien la tiene, con independencia de quién sea. Segundo, porque Garzón debió haber sido contenido hace mucho, antes de meter la pata con Pinochet, arrogándose una jurisdicción para la cual existe el Tribunal Penal Internacional y poniendo al Gobierno chileno al borde del abismo. Tercero, porque juzgarle es una operación de saneamiento político de la judicatura.

Pero lo más curioso es que las razones por las que no debió haber abierto jamás una causa general contra el franquismo —amén de no haber cosa más franquista que una causa general— las proporcionó él mismo en el año 2000, tal como nos recuerda, en su columna de La Razón, Cristina López Schlichting, que no es de mi devoción pero dice lo que hay que decir. Cuando la Asociación de Familiares y Amigos de Víctimas de Genocidio en Paracuellos del Jarama —donde no hubo genocidio, sino matanza, aunque el primero en confundir ambos términos sea precisamente Garzón— quiso llevar a la justicia los célebres fusilamientos de Carrillo, él respondió que los demandantes obraban “de mala fe” y se tomaban “a la ligera normas básicas de nuestro ordenamiento jurídico”. En la sentencia escribía que los fusilamientos habían prescrito “al haber transcurrido más de veinte años” de los hechos y que la amnistía del 25 de noviembre de 1975 vedaba “cualquier posibilidad de reiniciar la persecución penal por los actos de nuestra Guerra Civil”, esto es, exactamente lo que eligió no tener en cuenta al abrir el proceso contra el franquismo, seguramente alentado por una situación política en que la preocupación oficial por la “memoria histórica” —una contradicción: o es memoria o es historia— y las tendencias guerracivilistas del presidente parecían favorables a un gran espectáculo, de esos que le encantan al juez que ve amanecer porque quiere ser el primero en ver las portadas de los diarios, tratando de encontrarse: la egolatría no es delito, desde luego, pero cansa. Olvidó que él mismo había sentado una jurisprudencia que ahora va a obrar en su contra.

Cuando yo no conocía a Zapatero —nadie le conocía— pensaba que, después de la llegada al poder del PP, una derecha en nada semejante al franquismo, ya era posible iniciar la revisión de la Guerra Civil y, lo que es más, cabía tomar en nuestras manos la historia del conflicto, hasta entonces mayoritariamente en manos de autores extranjeros. Me equivocaba. En España, el pasado sigue siendo asunto de juzgado o, a veces, hasta de comisaría. Me lo enseñó Zapatero con su pretensión de construir la historia por ley.