Por Bárbara

El lamentable y vil espectáculo que días pasados ha vivido y que pervive en España en torno a la situación de un etarra, autor y coautor de veinticinco asesinatos, ha conmocionado a una gran parte de la sociedad y ha vuelto a dejar traslucir el gran escarnio al que la están sometiendo los poderes del Estado, con otra parte de la sociedad a su vera.

 

El caso como el presente, el del etarra De Juana Chaos, no podemos ubicarlo sólo desde una perspectiva de objetiva, simple y llana consecuencia de la flagrante politización de la Justicia, inaplicación de la ley e inexistencia de separación de poderes, que se remonta a la promulgación por parte del PSOE de la LOPJ de 1985, hoy vigente -no derogada por los gobiernos del PP, que ignoraron inopinadamente su compromiso- y que subvirtió el artículo 159 de la Constitución en torno a la elección de los miembros de la judicatura, sino también a una y triste y vergonzosa desaparición de cuantos valores básicos, éticos y morales deben latir en una sociedad que se considere mínimamente digna, justa y, en consecuencia, viva.

 

Por un lado, el etarra ha cumplido, sabido es, 18 años de la condena que le fue impuesta con el Código Penal anterior al vigente, que se aplicó en virtud del carácter retroactivo de las normas penales más favorables, con el añadido de la siempre problemática y no debatida aplicación de los beneficios penitenciarios. Esos beneficios penitenciarios se han utilizado de forma automática con los miembros de la banda, con el fin de rebajar sus penas, sin tener en cuenta que dichos beneficios han de ser aplicados siguiendo el criterio intuiti persona, esto es, en razón del caso particular enjuiciado, atendiendo los criterios de la ley y con exigencia lógica de los requisitos mínimos y tasados que deben exigirse en quien ha delinquido. En el caso de la banda terrorista, se entendería que hay pronóstico de reinserción social -así lo dice la ley- cuando el penado muestre signos inequívocos de haber abandonado los fines y medios de la actividad terrorista, haya colaborado activamente con las autoridades con el fin de impedir o paliar otros hechos delictivos, se produzca un repudio de las actividades terroristas, etc.

 

La función y finalidad de la pena es la prevención; y la del beneficio penitenciario, la resocialización. Pero es evidente que en el caso presente -en el caso de este terrorista y sus cómplices, y de los terroristas en general- ni se cumplen los fines ni las expectativas, porque sus fines son obviamente otros, no son los nuestros. La sociedad española es su fin y víctima final, pero los instrumentos y resortes que utilizan son los que le proporciona esa misma sociedad que ellos combaten, los de la legislación española, pero usurpados por ellos para beneficio propio, ante la ceguera -o no, quizás el interés, por qué no decirlo- de los poderes públicos.

 

Si el Derecho Penal se concibe y justifica como el sistema protector de bienes jurídicos, entendiendo los mismos como protección y amparo de la sociedad en su conjunto, particularizada en cada una de las individualidades que conforma cada ciudadano, el sistema quiebra cuando el peso de la ley no se aplica a casos tan increíblemente lacerantes como el de De Juana Chaos.

El cumplimiento de sólo 18 años por los 25 asesinatos supone un desgarro, infamia y afrenta a las victimas y familiares. Y la aplicación de beneficios penitenciarios a quien justamente predica lo contrario de lo que los mismos requieren es síntoma inequívoco que trasluce la total ineptitud y amoralidad de todo un sistema, a la hora de establecer los límites de protección del ius puniendi y seguridad a toda una sociedad , con la que debe cumplir y a la que le es obligado servir. Pero, además, con la ley en la mano -el Código Penal de 1995-, la sentencia reciente del Tribunal Supremo de condenar a De Juana Chaos a tres años, no se ajusta al supuesto de hecho enjuiciado, porque el artículo 572 del Código Penal señala: "Los que perteneciendo, actuando al servicio o colaborando con las bandas armadas, organizaciones o grupos terroristas descritos en el artículo anterior, atentaren contra las personas, incurriran: en la pena de prisión de 10 a quince años si causaran (...) amenazaran ó coaccionaran a una persona. Conforme a los principios penales de personalidad y responsabilidad por el hecho cometido, las amenazas del terrorista a -al menos- cinco funcionarios de prisiones y miembros de la judicatura, individualizando la pena, habría de haber sido de aplicación inequívoca, sin interpretaciones de ningún tipo el artículo citado y no el tipo básico del artículo 169 del Código Penal, como si de particular se tratara, no reincidente y no perteneciente a banda armada. Por tanto, la ley no se ha aplicado.

 

En otro orden de cosas, las imputaciones a determinados políticos por reunirse con partidos ilegalizados, criticas adyacentes, conversaciones del Gobierno con dichos ilegales, ayudas y subvenciones permanentes a estos grupos, por el Gobierno, instituciones, Parlamento y Gobierno vasco desde años ha, actuaciones puniblemente perseguidas, ex artículo 576 bis C.P., nos conducen a la irremisible conclusión de que la conducta típica de quienes nos gobiernan incurre en la continua transgresión palpable y consumada de la ley, actuación al margen del Derecho y del orden preestablecido.

 

Antecedente de esta transgresión al ordenamiento jurídico se patentizó en la estocada permanente y final de los políticos vascos y catalanes a las entrañas del Estado, al objeto de conseguir sus fines rupturistas, desintegradores de la soberanía y unidad nacional e integridad territorial de España, a la que ha seguido el vil continuismo del gobierno socialista, que transcurre su camino político por la simple vía de hecho, en connivencia con quienes esperan y desean esa desintegración final.

 

La Ley de Educación y la de Partidos son paradigmas de esa vía de hecho. Ante el cambio de poder que hubo en España el 14 de marzo de 2004, la Ley de Educación, aprobada en el parlamento por mayoría, entró en vigor, vigente ya la legislatura del gobierno socialista, que no la derogó; simplemente no la aplicó (derogación tácita de la ley). En el ínterin aplicó la antigua LOGSE, para luego promulgar una nueva, mientras que la que legítimamente debía haber sido objeto del cauce reglamentario, o de derogación expresa en su caso, languideció en el olvido... O el deplorable e infame espectáculo de la Ley de Partidos que, aun siguiendo en vigor, no derogada, no se está aplicando, pues los representantes de los partidos ilegales tienen más derechos que los ciudadanos de a pié, a la par que los gobernantes electos se reúnen con ellos... Por eso es menester pedir de los políticos que, por una vez, sean valientes y congruentes, que derogen expresamente las leyes cuya abolición han consumado, que eleven a norma la práctica del interés del momento, que despenalicen el Código Penal, aun asumiendo las consecuencias perniciosas de la inexistencia de norma y de la inseguridad jurídica que ello supone, pero que en la práctica es un hecho. Al menos, los ciudadanos sabremos que son congruentes con sus actuaciones.

 

Y mientras todo esto acontece, allí arriba, en Vascongadas, sólo los vociferantes de la calle -calle tomada en propiedad, como los centros de enseñanza- y de las pistolas, son escuchados, subvencionados, coadyuvados, protegidos. Y mientras, el resto... cabeza ladeada, silencio, sociedad inerte, mansedumbre, quietud de una sociedad... culpable por omisión.