En el terreno de los hechos, la Falange y el Nacional-sindicalismo han demostrado no ser categorías consustanciales ni inseparables. Así, se da la persistencia de un sentimentalismo falangista sin vínculos directos con la filosofía política y económica que inspira el Nacional-sindicalismo. Y tampoco rechina ya la posibilidad de un Nacional-sindicalismo desapegado por completo de las formas del falangismo arcaico.

El concepto de autenticidad falangista nace en este contexto polémico, precisamente, pues reivindica el vínculo indisoluble entre el continente (que es la Falange) y el contenido (la filosofía política y económica del Nacional-sindicalismo). En consecuencia, una auténtica Falange no sería aquella que reproduce sin cansancio aparente las formas, tesis y estrategias de la etapa fundacional sino aquella otra que se dispone exclusivamente al servicio de la Revolución Nacional-sindicalista. Porque, como diría Giuseppe Mazzini, un verdadero revolucionario no puede permitirse el lujo de otros compromisos. La Falange, en definitiva, es propensa a la aceptación de cualquier cambio, incluso de nombre, porque es una forma y toda forma es susceptible al cambio. Su autenticidad depende del grosor del cabo que la mantiene unida al fondo, invariable, que es la esencia nacional-sindicalista.

Sin dejar estos mismos términos, la inautenticidad aflora cuando el instrumento falangista se pone al servicio de intereses distintos de la Revolución. En puridad falangista, frente a la Revolución ni siquiera puede ser invocado el principio de autoconservación; es decir, el propio interés de un grupo por no sucumbir, por no desaparecer, por permanecer de alguna forma en el tablero de juego, por evitar que el nivel de inundación le rebase por encima de la altura del cuello. Tal es así que el auténtico falangista habría de preferir una Falange muerta y enterrada a una Falange prostituida. La inautenticidad falangistas incide, no obstante, en todo lo contrario.

La auténtica Falange es, pues, la unión operativa y funcional entre Falange y Nacional-sindicalismo. Sin más apellidos y sin otro objeto que la instauración del Estado Sindical. En consecuencia, lo que no sea celosamente nacional-sindicalista no es falangista; y nada es rigurosamente nacional-sindicalista si no contribuye al progreso de la Revolución.

Las preguntas correctas son, pues, qué es el Nacional-sindicalismo y cuál es el sentido exacto del quehacer falangista. Y en este preciso punto topamos con una dificultad de orden mayor: que aún no haya sido posible sistematizar rigurosamente el modelo político y económico que postula. Todo lo más que la Falange ha sabido concretar sobre sus postulados nacional-sindicalistas es que constituyen “un cuerpo total de doctrina”. Afirmación que, sencillamente, mueve a la hilaridad de propios y extraños. El Nacional-sindicalismo apenas alcanza a una definición parcial y desordenada, circunstancia que impide el consenso necesario entre todos los falangistas para adoptarlo como propio. La marca del Nacional-sindicalismo es tan superficial fuera de los límites de la autenticidad falangista que ha surgido la necesidad de forjar un término nuevo, por lo demás muy poco agraciado, para intentar expresar una ficticia naturaleza común: el “falangismo”.  

Como consecuencia de esta precariedad teórica, la autenticidad falangista siempre se expresa en términos “a contrariis”. Esto es, negativamente, sin afirmar “lo que es” pero insistiendo en “lo que NO es”. Un recurso que puede ofrecer algún fruto aparente en el corto plazo pero que, a la larga, se agosta y vuelve estéril al no poder generar propuestas ni proyectos alternativos. Como en el caso del propio desarrollo de la psique humana, la negación es propia de los estadios intermedios en el proceso madurativo. La seguridad que destila la instalación permanente en el “no” es tan solo aparente y no supone una actitud adulta sino temprana y adolescente. Afectada por esta debilidad, la Falange se aferra a las formas, insiste en el narcisismo de su “modo de ser” y de su estilo y se dispone a servir lo mismo para un roto que para un descosido-

Por eso, la gran tarea de nuestro tiempo no es otra que la positivización del mensaje nacional-sindicalista tras determinar con exactitud cuáles son sus presupuestos, objetivos, modelos y estrategias. Sólo un gran documento de esa naturaleza, convenientemente consensuado, podría ofrecer la clave de la unidad de los falangistas y la hoja de ruta para el establecimiento de pactos con otras fuerzas, electorales o de mayor alcance. Sin esa precisa carta de navegación toda iniciativa es mera aventura, todo confusión. Las mentalidades más intransigentes podrían, incluso, hablar en términos de traición.

Hitos de la autenticidad falangista.

Puede apreciarse que el problema de la autenticidad ya está presente en la etapa fundacional falangista. De sobra es conocido que, más allá de las palabras hueras, sólo un pequeño segmento de los falangistas de la primera hora fue nacional-sindicalista. Pero importa mucho añadir que con ellos se alineara el mismo José Antonio. Y la expresión “Falange de José Antonio” cobra así un sentido completamente nuevo. La de José Antonio es la Falange auténticamente nacional-sindicalista. Coherente hasta su último aliento, José Antonio quería la Revolución y a ese objetivo dedicó todo su empeño. Mientras tanto, otras corrientes y personalidades del partido, más acuciadas por “lo nacional” que por “lo social”, se valen de la debilidad argumental del incipiente Nacional-sindicalismo para ensayar estrategias más posibilistas. Y casi es posible imaginar a José Antonio mascullando por la madrileña Cuesta de Santo Domingo aquel orteguiano “no es esto, no es esto”.

El segundo capítulo de autenticidad lo auspicia la unificación, decretada por el dictador Franco, de la Falange con el partido tradicionalista-carlista, con otras fuerzas reaccionarias como Renovación Española y con los versos sueltos de la vieja CEDA. Un esquema que muchos parecen incapaces de superar a pesar del tiempo transcurrido y de los fracasos cosechados por los intentos de mixtura entre churras y merinas, que diría el castizo. La Falange Auténtica (ahora ya sí, con su verdadero nombre) mantiene entonces el pulso nacional-sindicalista mientras la inautenticidad optará por el colaboracionismo con el régimen nacional-católico respecto del cual, en lenguaje falangista, cabe repetir: “no es esto, no es esto”.

El desvelamiento de los crímenes de los fascismos europeos y el análisis crítico del “milagro” económico alemán dan pie al nuevo hito de la autenticidad falangista, que fue el desprendimiento de todas las adherencias habidas a consecuencia de la moda totalitaria de los años treinta. El Nacional-sindicalismo no es un tipo de fascismo y, para patentizar la ruptura con los errores del pasado, opta por reforzar su vis humanística y por emprender la búsqueda de sus verdaderas fuentes. El sindicalismo, el anarco-sindicalismo, es el espejo olvidado en un rincón donde la autenticidad falangista vuelve a reconocerse plenamente. Igual que José Antonio frente a frente del Tribunal Popular que lo condena a muerte en Alicante. Siempre con el reloj parado, los falangistas inauténticos se inscriben entonces en la organización de elite del pseudofalangismo que les permite seguir usando uniformes negros de inspiración mussoliniana y que, gran paradoja que es la vida, se llama la Guardia de Franco. “No es esto, no es esto”.

Fallecido el dictador, el Nacional-sindicalismo y los auténticos falangistas que aún lo profesan deben mantener la posición de cara al nuevo envite que para la inautenticidad supuso el surgimiento de la Extrema Derecha de los años 1980. Una vez más, el sector mayoritario de los falangistas posponen la autenticidad del Nacional-sindicalismo para rendir tributo, por segunda vez, al esperpento político pergeñado por el General Franco y su señor cuñado: el Nacional-catolicismo. Dios y Nación, tales son las consignas supremas ante las que la inautenticidad dobla la testuz aceptando alianzas contra natura. La vieja fórmula franquista (Falange-carlismo-derecha nacionalista) vuelve a hacer furor entre los pretendidos herederos de José Antonio. En el otro extremo del arco, la autenticidad se va dejando seducir por la idea de una sociedad libre, moderna y democrática. Mientras la inautenticidad se une al requeté y al ultramontanismo “en la fiesta de Blas”, en la calle del Pez de Madrid se escucha decir: “no es esto, no es esto”.

Algunas décadas más tarde un rayo de esperanza ilumina el panorama de lo que siempre fue mutua incomprensión. Auténticos e inauténticos coinciden, por motivos diferentes, en valorar negativamente la amenaza que representa la nueva moda europea racista, xenófoba e identitaria. Principios, todos ellos, en ruta directa de colisión contra el núcleo esencial del pensamiento Nacional-sindicalista y falangista, cuál es la consideración del hombre (de todos los hombres) como portador de valores eternos. Nada puede haber más extraño que estos vientos norteños cargados con sus temibles augurios, sus odios y sus miedos a lo diferente, a nuestra idea de España. Un país modelado milenariamente por el mestizaje y un Imperio forjado en la unión física entre españoles y americanos como crisol de ese gran proyecto universal que se llamó la Hispanidad. Por desgracia, no se pudo evitar que la bandera del “Nacional (Anarco) sindicalismo” se inmortalizara fotográficamente flanqueada por los símbolos del mal y de la deshumanización. Vuelta a empezar de nuevo: a explicar, a diferenciar, a convencer de que “no es esto, no es esto”. 

En nuestros días, la tensión siempre acuciante que produce la mortal deriva del proyecto España remueve la voluntad falangista para actuar en el corto plazo, en el momento histórico concreto que corresponde. Aquí, la autenticidad sigue firme en negar la condición falangista a todo lo que no supone Nacional-sindicalismo. Si la emergencia de la situación insta a actuar provisionalmente fuera de la estrategia y del cometido de la Revolución tal actuación no puede hacerse bajo el nombre de Falange. Porque la autenticidad falangista ya no puede asumir ni un confusionismo más. El concepto “si no es Nacional-sindicalista no es falangista” resulta más actual y perentorio que nunca. Los experimentos, con gaseosa. La experiencia de 1936 nos ha enseñado que la defensa de la Patria no puede exigir el falseamiento del nombre de Falange. Lamentablemente, sólo el falangista auténtico está dispuesto al sacrificio de luchar bajo otra bandera para no embarrar de inautenticidad la que representa a la auténtica Falange nacional-sindicalista. Y sí, y sólo sí, es por la defensa social de los españoles.        


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